MADRID, 15 Sep. (EUROPA PRESS - Israel Arias) -
Los hechos que relata Detroit son execrables. La forma en que el nuevo filme de Kathryn Bigelow descontextualiza el caos de aquellos días para plasmar en pantalla el odio racial, la violencia policial y la injusticia es simplemente brillante.
La primera mujer ganadora del Oscar a la Mejor Dirección, hito tan tardío como necesario que logró con En Tierra Hostil (2008), vuelve a hacer equipo con el periodista y guionista Mark Boal, con quien también trabajó en la menos celebrada pero también notable La noche más oscura (2012), para adentrarse de nuevo en una zona de guerra, que fue en lo que se convirtieron las calles de Detroit en julio de 1967. Una ciudad tomada por la Policía, el ejército y la Guardia Nacional tras el estallido de una brutal ola de disturbios raciales, expresión demasiado aséptica para definir tan intolerable lacra.
Lo hace con un gran y casi único objetivo: enfadar. Remover al patio de butacas echándole a la cara uno de los capítulos más vergonzosos de la historia reciente estadounidense que terminó con el escalofriante saldo de 2.000 heridos y más de cuarenta muertos. Y lo consigue. Con creces.
Detroit reconstruye con crudeza y prodigiosa fluidez un capítulo concreto de aquella batalla campal ubicado en el interior de un hotel de infame recuerdo. Un relato nervioso en el que la tensión llega hasta niveles casi insoportables para dar paso a una mezcla indignación y frustración resultante de la impune perversión de la que debiera ser la facultad más sagrada del Estado y quienes actúan en su nombre: el uso legítimo de la fuerza.
Y después haber sido sacudido por el duro y contundente cine de Bigelow, de ser testigo de la crueldad y la angustia, del ruido y la furia y, sobre todo, de la impotencia, uno no puede evitar pensar que lo peor no es aquello que pasó en Detroit. Lo mas aterrador es que, medio siglo después, sigue ocurriendo.
