Publicado 22/04/2018 08:00

Siete días trepidantes.- 'Es la nueva era, estúpido!', me digo

MADRID (OTR/PRESS)

Me acojo a la referencia de la agresiva frase del asesor de Clinton, '¡es la economía, estúpido!', para, transformándola, hacerme llegar, incluso a mí mismo, el mensaje de que ya no podemos disimular que la España de 1968 nada tiene que ver con la actual, ni aquel mundo, aquella Europa, con los de hoy. Me parece, pues, justificada la polémica, estéril por lo demás, suscitada por el anuncio de la disolución de ETA: han sido cincuenta años de pesadilla protagonizados por la banda asesina, que --el 7 de junio se cumple medio siglo del primer crimen, contra el guardia civil Paradinas--, simplemente, ha perdido la batalla y hasta ha tenido, de alguna manera, que reconocer su absoluto fracaso, su derrota empapada en sangre. Se acabó.

Aquella de 1968 era una España en dictadura, que miraba con envidia a una Comunidad Económica Europea que sabíamos que jamás nos aceptaría en su seno hasta que la democracia nos llegase. Llegaría, con la Constitución, diez años después. Y ahora aquí estamos, ante la crisis política sin duda más grave en cuatro décadas, preguntándonos quiénes en realidad somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos a parar. Inquietudes que son mucho más trascendentales que saber quiénes ganarán las elecciones municipales y autonómicas, que a veces parece ser la máxima preocupación de nuestros representantes.

No me basta con los mensaje de tranquilidad que nos lanza el Gobierno de Rajoy, heredero y protagonista de mucho de lo bueno y lo malo que nos ha pasado en este medio siglo, que algunos --por favor, no nos culpen de ello-- hemos vivido con intensidad de mirones profesionales. No basta con que el Partido Nacionalista Vasco, que algo tuvo que ver con el nacimiento de la pesadilla, y mucho con la solución al problema de ese terror, vaya ahora a apoyar los Presupuestos del partido conservador que preside Rajoy, quizá garantizando a ese Rajoy un par de años más en La Moncloa (después no, ya no estará allí). Ni basta con que los españoles del lado de acá prácticamente hayamos dado por amortizado, enquistado, irrecuperable, el 'problema catalán', pensando que el tiempo lo arreglará, cosa que no deja de ser un pensamiento muy 'rajoyano', si usted me permite el palabro.

Vivimos los ciudadanos en el ensimismamiento: si, con nuestro sufrimiento, con nuestro sacrificio, hemos logrado vencer a la bestia sanguinaria, ¿cómo no vamos a ganar a esos independentistas caóticos que parecen el ejército de Pancho Villa? Hay, incluso, quien quisiera juzgarlos, a esos independentistas sin rumbo ni concierto, como a terroristas, dislate máximo impulsado por ciertos brazos togados con puñetas.

Y es que algunos se quieren refugiar en la indudable fuerza del Estado para tapar problemas que empiezan a ser seculares. No será metiendo en la cárcel a media Cataluña e inventando calificaciones penales abusivas como resolveremos una cuestión delicadísima, el alejamiento de los catalanes --incluso no independentistas-- del resto de nosotros, los españoles. Una cosa es cumplir la ley, y otra aplicar la 'summa lex', que siempre trae la 'summa iniuria'. Enorme dilema el de hasta dónde hacer llegar el peso de la ley cuando de política y de sentimientos -el nacionalismo es un estado de espíritu_ se trata.

Mientras, nos entretenemos con el espectáculo de la pequeña política. Que si Cristina Cifuentes se marcha o deja de marcharse --que se marchará; no creo que llegue ni al 2 de mayo--; que si el 'francés' Manuel Valls quiere convertirse en el alcalde de Barcelona, nada menos: menuda jugada ha hecho Albert Rivera, descolocando a todos; que si Carolina Bescansa e Iñigo Errejón y Pablo e Irene y Tania, y... Maaadre mía.

El caso es que la economía va sustancialmente bien (para unos mejor que para otros) y el fútbol funciona a todo ritmo, aunque sea con abucheos, este espectáculo tremendo que va para diez años, al jefe del Estado y al himno nacional, pitidos soeces que a veces nos recuerdan que no todo marcha con normalidad en esta España que debe aceptar de una puñetera vez que ya hemos entrado en una nueva era, y que de nada sirve discutir si el arrepentimiento de los asesinos es real o ficticio.

Lo importante es saber que no volverán a matar, así que algo ha mudado para siempre, Dios sea loado. Junto con mi compañero Federico Quevedo, escribí un libro titulado '¡Es el cambio, estúpido!'; se lo hicimos llegar a Rajoy y comprobé inequívocamente que ni el título ni el subtítulo --se hablaba de una 'segunda transición'-- le gustaban. Pero el cambio llega y ahora 'es la nueva era, estúpido!', y conste que me aplico en primer lugar a mí mismo la frase del tal James Carville, asesor cuestionable de Bill Clinton que pasó a la fama solo por este exabrupto. Sería, en efecto, una estupidez no constatar que ya nada es lo mismo, y nada va a ser nada igual, ni remotamente parecido, a lo que fue. Actuemos impulsados por esta evidencia, pues.