Crítica | Tarde para la ira: Venganza y libertad

Tarde para la ira
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MADRID, 9 Sep. (EUROPA PRESS - Israel Arias) -

Raúl Arévalo se estrena como director con Tarde para la ira, un thriller seco y sórdido cargado de ritmo y violencia con vocación de hiperrealismo extremo. Un brillante debut en el que el ya cineasta de Móstoles va acumulando, desde su génesis hasta su ejecución, aciertos hasta convertir esta historia de venganza en una cinta dura, furiosa y magnética.

Quizá una de las mejores cosas que puedan decirse de una opera prima es, precisamente, que no parece una opera prima. En Tarde para la ira Arévalo filma no solo con inevitable entusiasmo del debutante, sino también con músculo, valentía y libertad. Libertad que exhibe, por ejemplo, en esos sucios 16 milímetros en los que al fin ha rodado la película con la que llevaba soñando más de ocho años.

Y ocho, también, son los años que lleva en prisión Curro (Luis Callejo), encarcelado tras participar en el atraco fallido a una joyería. A su salida de la cárcel se reencuentra con su novia Ana, su hijo y el resto de su familia y amigos entre los que hay alguien desconocido para él: José (Antonio de la Torre).

Y, aunque la impaciente pero necesaria maquinaria promocional no entienda de este tipo de remilgos, es mejor no saber más de una cinta en la que Arévalo escurre lo que, cual esponja, fue absorbiendo mientras rodaba a las órdenes de algunos de los grandes de nuestro cine. En Tarde para la ira hay cosas de Sánchez Arévalo, de Cuerda, de Alberto Rodríguez... Por supuesto que también hay Peckinpah, hay Audiard, hay Cassavetes (John, claro) pero sobre todo hay Saura y Camus. Casi nada.

El debutante destila lo visto y lo vivido para llevar a la pantalla una historia sobre la violencia y la gente corriente cocinada a fuego lento junto su amigo, psicólogo y ahora también guionista David Pulido que, amarrada a su realidad, convierte en un áspero y crudo pedazo de certero y puro cine.

Y es que desde ese "bar de barrio de toda la vida" en el que creció viendo jugar al mus a los parroquianos (sus padres regentaban uno en Móstoles), hasta el pueblo al que iba en vacaciones, Arévalo decidió enclavar su historia en los ambientes que mejor conoce. Allí es más fuerte, más potente. Además, y al igual que hace con todas las suertes técnicas, pone sus personajes en manos de algunas de las personas -actores en este caso, pero lo mismo ocurre con el sonido, la música o la iluminación- que mejor conoce y que mejor le conocen. Otro gran acierto. Porque De la Torre, Callejo, Ruth Díaz y compañía devuelven la deferencia a su amigo con excelsos trabajos. Un adjetivo que, por cierto, se queda corto en el caso de Manolo Solo. Memorable.