MADRID 1 Oct. (OTR/PRESS) -
Por supuesto que este comentario no quiere ser una defensa de Begoña Gómez; su conducta 'de negocios' utilizando La Moncloa como oficina de trabajo (y de relaciones) me parece, y así lo he repetido muchas veces, poco ética, poco estética y hasta puede que inmoral: La Moncloa no puede servir como sede de mercadeos, ni de tráficos de influencias, y el presidente debería saberlo y practicarlo, tanto en lo relativo a su mujer como a cualquier otro poblador del universo monclovita. Por menos que el escándalo suscitado aquí por las actividades de la esposa del presidente han dimitido cónyuges que ocupaban altos cargo en el Estado. Pero ninguna de las cuatro acusaciones que pesan sobre la mujer del presidente tiene, en mi opinión, base penal. Y por eso -hablo a título personal, desde luego- no acabo de entender qué pinta un juez, y encima un juez tan 'atípico' como Juan Carlos Peinado, en todo este asunto: la polémica está servida.
La aparición del juez Peinado en la instrucción de la causa se produce después de que una organización sospechoso, Manos Limpias, presentase una denuncia contra Begoña Gómez sin más hechos nuevos que recortes de prensa. Creo que, ya desde el primer momento, habría que haber analizado más cuidadosamente lo que Manos Limpias, valga la redundancia, se traía entre manos, que una cosa son las investigaciones periodísticas, impecables a mi juicio, que descubrieron este caso, y otra, muy distinta, la intervención judicial en cuestiones como la apropiación de una cátedra por quien ni siquiera es catedrática (ni licenciada), la 'recomendación' para beneficiar a los amigos y deudos o, incluso, la apropiación en provecho propio de un trabajo en teoría realizado para otros, y por el cual nada te han cobrado porque eres la segunda dama del país.
Claro, todo esto huele mal, y con razón. Pero he de insistir en que el hedor no justifica la extralimitación del juez con acusaciones, filtraciones y pasos -ir a tomar declaración a Pedro Sánchez en La Moncloa- impropios de una instrucción cauta e imparcial. No, no le llamo prevaricador, como, con evidente demasía, han hecho incluso algunos ministros, sino imprudente; no le llamo sectario, sino afecto a una parte, o como se diga. Creo, la verdad, que Begoña Gómez -que ya debería haber pedido perdón al país por esas actividades que nadie desde La Moncloa se ha dignado a explicar -tiene razón y razones para presentar sus recursos pidiendo que se archive o, al menos, se limite, la causa contra ella por presunto tráfico de influencias -que es algo muy difícil de mostrar en sede judicial- y por corrupción en los negocios -lo cual habría que aquilatarlo mucho mejor de lo que está-.
El asunto se ha embarullado mucho con las distintas intervenciones a favor y en contra de lo que ha dado ya en llamarse 'el caso Begoña Gómez'. Creo que, en cuanto a daños reputacionales, ya los ha sufrido todos, y no diré yo que no tenga ella culpa en que así sea: la señora Gómez no resulta precisamente una persona que despierte simpatías en una opinión pública que me parece que la ve lejana y más dedicada 'a sus cosas' que a representar el papel de cónyuge de un jefe de Gobierno. Pero no es esta una cuestión de simpatías o antipatías, sino de alcance del Código Penal. Un Código que no está para que los primeros ministros lo alteren en beneficio propio, pero tampoco para echárselo encima, sin razón jurídica suficiente, a quienes incurren en las iras de la opinión pública y publicada. A partir de ahí, doctores tiene la Audiencia Provincial de Madrid para decidir si Peinado, el juez más polémico del momento, sigue o no en su función.
Para mí, la situación se restablecería apartando del caso al juez Peinado, cuyos defensores y atacantes protagonizan hoy una más de las divisiones de las dos Españas, y saliendo los habitantes de La Moncloa a explicar con todo detalle lo que allí, en esas reuniones que ha contado la prensa, ocurría. Y luego, al menos, qué menos, pedir perdón. Porque lo que está mal, está mal, vaya o no contra el Código.