La vieja Europa de las Luces vive confusa y aturdida. No sólo hay feministas arrobadas por el mito del "multiculturalismo" que justifican el velo para niñas de corta edad, sino que hasta el mismísimo arzobispo de Canterbury propone la incorporación de la "sharia" (la ley islámica) en la legislación británica. Es tal el desconcierto, que hasta los bonancibles holandeses de los "cooffe-shop" y el "Barrio Rojo" son tratados ahora como peligrosos xenófobos, por su cerrazón a apreciar las ventajas de las nuevas tendencias en burkas.
La civilización europea anda de nuevo postrada en el diván del psiquiatra, preguntándose por su identidad y expiando culpas imaginarias. En sus barrios, a la puerta de su casa, echa raíces la teocracia y emerge el mundo tenebroso de la Edad Media. Sin embargo, muchas de sus élites, incluso las más progresistas, militan ahora en el medroso dogma del eufemismo y la corrección política, acusando de islamofobia y racismo al ciudadano corriente, que siente miedo y desconfía, por ejemplo, de los barbudos que hace unas semanas exigían la inmediata puesta en libertad de los paquistaníes que pensaban inmolarse en Barcelona.
Es la misma Europa ciega y sorda que en los años 30 pensaba que el nazismo se tranquilizaba con concesiones, y que después, hasta la misma víspera de la caída del Muro, llenó de halagos y atenciones a la crema de la intelectualidad europea, esa que seguía brindando desde París por la revolución pendiente y el socialismo real, a pesar de Stalin, Mao, Pol Pot, Praga o Cuba.
Ahora, como entonces, el principal peligro de Europa procede de ella misma. Son sus miedos, sus complejos, los que le llevan a negar la realidad, a relativizar sus valores democráticos, a hacer excepciones en sus leyes para que se sienta cómodo el fanático que no busca la integración, sino imponer, primero a los suyos y después a los demás, un modo de vida atávico y autoritario que en ningún caso debería merecer la consideración de civilizado.
Son cosas, sin embargo, que sólo pasan al otro lado de los Pirineos. En las tierras del Al Andalus, tan del gusto de los comunicados de Al Qaeda, la verdad oficial es que no hay motivos para la inquietud. La legislatura de los nuevos derechos, incluye de propina una narcotizante ley del silencio, que prohíbe expresamente bajo pena de "excomunión democrática", hacer un debate serio sobre esos barrios donde la serpiente incuba sus huevos.
Algunos yerran el tiro. Se ceban en la extrema derecha, cuando es en algunos barrios humildes de las grandes ciudades donde se cuece la desafección y el descontento. Lo saben bien los comunistas franceses que perdieron su clientela en favor de Le Pen, y los partidos tradicionales holandeses, desbancandos por un tal Pym Fortuny, a quien sólo el asesinato le impidió ser primer ministro.
Occidente tiene en la democracia el único "libro sagrado" de obligado cumplimiento. La raya son los derechos humanos y la igualdad en derechos y deberes. Quien la traspase, debería ser acompañado amablemente hasta la puerta. Lo contrario, es contribuir a alimentar un peligroso fuego. En Dinamarca acaban de descubrir un complot para asesinar al autor de las famosas viñetas de Mahoma, pero en Europa aún hay mucha gente que tiene dificultades para identificar a los verdaderos radicales.