MADRID 6 May. (OTR/PRESS) -
No es la primera vez que sucede y, me temo, que tampoco será la última. La pasada semana, el lehendakari del Gobierno Vasco, Iñigo Urkullu y el Presidente de la Generalitat de Cataluña, Artur Mas, se reunieron en secreto en el Palacio de Ajuria-Enea, sede de la Presidencia del ejecutivo vasco. El secretismo de la reunión duró veinticuatro horas, justo el tiempo que tardó en filtrarse la noticia, lo que obligó a ambas partes a emitir sendos comunicados explicando, es un decir, lo tratado en la misma.
Este tipo de comportamientos suponen una mala práctica democrática. Es evidente que la reunión entre el Presidente de una Comunidad Autónoma que desde hace meses tiene planteado un pulso secesionista al Estado con fecha de referéndum incluido, con otro Presidente que pertenece a un partido independentista como el PNV y que está a la espera de ver como acaba la aventura del primero para plantear su estrategia también secesionista, tiene un interés objetivo para los ciudadanos. La democracia se define como un régimen de opinión pública, y todo lo que sea ocultar a esta, actuaciones, decisiones, conversaciones, no contribuye a que aquella sea de buena calidad.
Si esto es así, ¿por qué algunos políticos optan por el secretismo o la opacidad en sus actuaciones? Fundamentalmente porque para ellos, tener que dar explicaciones públicas siempre es un engorro. En ese sentido, los medios de comunicación son molestos y, si se puede, se les esquiva. Reitero que no es la primera vez que dos políticos se reúnen en secreto. Los dos protagonistas del encuentro de Vitoria -Urkullu y Mas- también se han reunido hace meses, por separado, con el actual Presidente del Gobierno en el Palacio de la Moncloa, sin que se tuviera conocimiento previo de estas entrevistas. En este caso, tanto Urkullu como Mas jugaron con la ventaja de que Rajoy tampoco es que sea un entusiasta de las comparecencias informativas.
Las reuniones secretas entre responsables políticos no es la única mala práctica que estos cometen en su relación con la opinión pública a través de los medios de comunicación. También se ha extendido mucho la costumbre de convocar ruedas de prensa en las que no se admiten preguntas de los periodistas. El político de turno suelta su discurso, lee una declaración, y se va por donde ha venido. El problema es que los medios acepten casi sin rechistar ese tipo de comportamientos. Otro gallo cantaría si al comienzo de una rueda de prensa en la que no se admitiesen preguntas, los periodistas se levantaran y dejaran al interviniente sólo ante el atril, sin focos, sin micrófonos. Pero estamos hablando casi de un imposible. Los intereses de todo tipo de algunos medios de comunicación les impiden hacer eso.