El país bate récords de niños fallecidos, la cultura de la violación prosigue con total impunidad y las perspectivas de paz son aciagas
KABUL/BALJ, 24 Mar. (Reuters/EP) -
En enero del año pasado, Mohamad Jan tuvo que vender a su bebé, nacido 40 días antes, a un vecino por unos 900 euros. La mujer de Jan se encontraba gravemente enferma y él era incapaz de encontrar trabajo en la provincia de Balj, en el norte de Afganistán, tras verse obligados a escapar junto a sus hijos de su conflictiva región natal, Sar e Pul. "Era la única forma", confiesa, "de que el resto de mis hijos no se muriera de hambre".
Los niños han resultado, de largo, los más afectados por las casi dos décadas de guerra en las que lleva sumido el país. A pesar de las frágiles negociaciones de paz que están intentando entablar el Gobierno y la insurgencia talibán con la mediación de Estados Unidos, los combates continúan en cortas pero devastadoras ofensivas.
La guerra ha desafiado año tras año todas las predicciones de desgaste que se hicieron tras la expulsión en 2001 del régimen talibán de la capital, Kabul, hasta el punto de que 2018 fue el año en el que más niños murieron, 927, desde que Naciones Unidas comenzó a estimar en serio el número de víctimas mortales en el conflicto.
El aumento de las muertes es sintomático de la consolidación de una tendencia de la que Naciones Unidas llevaba años advirtiendo y que en 2019 ha terminado de saltar a la palestra: el abandono infantil es un problema endémico y generacional. No se trata solo de que muchos niños afganos mueran solos porque vivan solos, desprotegidos entre bombardeos, ya sean militares, talibán o de la coalición internacional aliada con el Gobierno afgano, sino que esta circunstancia lleva casi 20 años ocurriendo.
"Creo que la poca esperanza que albergábamos ha desaparecido", lamenta, sin ningún tipo de miramientos, la representante del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) en Afganistán, Adele Jodr.
ASEDIADOS
La ONG Aschiana, dedicada al cuidado de los niños vagabundos de Kabul y dirigida por el ingeniero Mohamad Yusef, está absolutamente desbordada. Casi cuatro millones de niños afganos están sin escolarizar, lo que significa que gran parte de ellos están trabajando en la calle para ganar dinero.
Cada vez son más niños, explica Yusef, porque los talibán siguen ganando parcelas de territorio, donde desarticulan las estructuras del Estado y sumen a la población en el caos, sin más opción que unirse a ellos o vivir en la indigencia.
"Y existe otro problema: los niños no pertenecen a grupos políticos, y eso aquí significa que vas a acabar ignorado", añade el director de la ONG, quien es casi incapaz de enumerar las amenazas a las que se enfrentan jóvenes como Zabibulá Mujahed, de 12 años de edad, limpiabotas en el centro de Kabul, donde apenas gana un euro al día.
Zabibulá se ha convertido en uno de los principales sustentos de su madre y sus seis hermanos. Su padre falleció en un atentado suicida de los talibán hace cuatro años. No puede ir a la escuela porque el euro que recibe es imprescindible para que todos sobrevivan, y por eso pierde absolutamente toda la protección que le confiere pasar la mayor parte del tiempo rodeado de profesores y amigos.
De esta forma, a la intemperie, Zabibulá se ha convertido en un objetivo de los traficantes de niños, amparados en una tradición afgana que legitima la violación y los abusos infantiles. Es el bacha bazi -- "juegos con chicos", en dari --, una práctica extendida en el país desde la guerra civil de los años 90, legal hasta el año pasado y que prosigue todavía con impunidad casi total, según reconoce el jefe de proyecto de la Organización Juvenil para la Salud y el Desarrollo, Yasin Mohammadi.
La amenaza se multiplica en el caso de las chicas, expuestas a múltiples frentes: abusos, violaciones, matrimonios forzados, explotación laboral y sin ninguna oportunidad de defenderse, bajo los restos de la losa de la cultura de la exclusión que los talibán impusieron durante su régimen, y que prohibían terminantemente el acceso de la mujer a la educación.
Estos son los destinos que aguardan a muchos de los jóvenes que vienen de las zonas rurales del país a núcleos urbanos como Kabul o Herat, como reconoce el director de la oficina para Asuntos Infantiles del Gobierno afgano, Nayib Ajlaqi, consciente de la "erosión" que veinte años de guerra han provocado sobre la situación de los niños. "Solo soy un hombre. No podemos solucionar todos estos problemas. Va a hacer falta mucho, mucho tiempo", lamenta a Reuters.
LOS PELIGROS DE LA PAZ
Las ONG llevan meses diciendo que cualquier perspectiva de paz es positiva pero insisten en que los talibán no se acerquen a las instituciones del estado. "Lo que menos les importa son los niños", ha advertido la director ejecutiva del orfanato de la Organización de Educación y Cuidado Infantil de Afganistán, Pashtana Rasol.
Rasol sabe de lo que habla, huérfana desde los ocho años después de que los talibán mataran a su familia. Está convencida de que si los insurgentes llegan al poder, cerrarán los orfanatos de todas las localidades que controlen. "Entre lo último que quieren es a una mujer que estudie", asegura.
Los talibán, en respuesta, aseguran que sus políticas no son las del antiguo régimen y que su lucha ha dejado de priorizar la imposición de la ley islámica para, en su lugar, dedicarse por entero a la expulsión de las fuerzas extranjeras. El portavoz habitual del grupo, Zabibulá Muyahid, recuerda en este sentido que los talibán cuentan con una organización de auxilio a los huérfanos en las zonas bajo su control.