MADRID 3 Oct. (OTR/PRESS) -
La crisis birmana es un ejemplo de la facilidad con que se fabrica un mito en la era de la globalización. Unos testimonios grabados con teléfono y colocados en internet; un micrófono en cualquier rincón del mundo (la oposición birmana dispone de una radio en Oslo) y, sobre todo, una imagen fuerte que se abra paso entre los miles de mensajes de YouTube. La imagen en este caso son los monjes budistas que, pese a su utilización en anuncios de coche y su superexposición en documentales turísticos, no habían participado hasta ahora en una superproducción apta para el público del telediario. Detrás quedan dos actores de los que sabemos bien poco. El militar (la "junta" por emplear el hispanismo usual en los periódicos internacionales después de Pinochet ) y el pueblo birmano. La "junta" es mala porque está compuesta de militares que, en esos parajes, no son democráticos. El pueblo es bueno porque todos los pueblos lo son y más en una sociedad budista, y la prueba es que lo apoyan los monjes.
Nuestra ínclita conferencia episcopal acertaría al considerar que la irrupción en cuestiones de conciencia de los dichosos monjes budistas fomenta el relativismo, y muchas personas creen que esas tropas de azafrán son las que alimentan las murgas que aún hoy se pasean por nuestras avenidas al son del "Hare Krishna", pero nuestro conocimiento de la crisis birmana reposa en elementos frágiles. Ni periódicos ni televisiones han analizado la marmita interna del lejano país (Myanmar o Birmania con capital en Rangún o en Yangon) fuera de aludir a un alza del coste de vida que, según una fuente grabada por teléfono y transmitida desde Oslo, es brutal. Le resulta fácil en este contexto al ministro de exteriores birmano encomiar la contención de sus fuerzas de orden público que, si han debido intervenir, es para restablecer el orden. En el interior del país se establece un apagón informativo -todavía es posible la censura, lo que demuestra la relativa inutilidad de las telecomunicaciones - y una idílica presentadora local, ante un fondo de templos de cúpulas espigadas, acusa a la BBC y a la "Voice of America" (a ésta última con algo de razón) de sabotear y provocar. El resto, fusilar o encarcelar a una docena o a unos miles, no es complicado.La acción sucede en una región resonante de salmodias, atestada de gurúes, jalonada por monjes con el tercer ojo abierto que sólo ansían una metempsícosis digna, que no buscan bienes terrenos ni se ajilipollan en chiquilladas dogmáticas?
Y ¿dónde fue a parar la compasión, la virtud que cifra el budismo? Va a resultar que en todas partes cuecen habas. El otro día, un infeliz portavoz de la conferencia episcopal española arremetía contra la posibilidad de que las madres solteras recibieran ayudas. ¿Por qué los budistas serían más compasivos que los supuestos herederos del Evangelio? Entre tanto, ningún país se mueve y en las cancillerías se repite que la última palabra la tiene Pekín. Es la última excusa de inacción que han inventado las cancillerías. En cuanto surge un problema internacional, se echa la culpa a los chinos
Agustín Jiménez.