MADRID, 27 Dic. (OTR/PRESS) -
El discurso del Rey, en formato navideño, ha llenado por si sólo el escaparate de la actualidad durante las últimas setenta y dos horas. Inesperada unanimidad en las reacciones, salvo dos apuntes discordantes muy localizados. Uno de Cayo Lara (IU) sobre el caso Urdangarín. Y otro de Josu Erkorera (PNV) sobre un presunto futuro sin Eta. En los dos casos echaron de menos una mayor concreción de don Juan Carlos.
Dos excepciones que confirman el general estado de conformidad de la clase política con el tradicional mensaje navideño del Rey correspondiente al agonizante año de 2011. No sólo conformidad. Digamos que ha habido entusiasmo añadido y, a mi juicio, sobrante. Como en la faena del torero que merece una oreja pero, a causa del mal momento personal del maestro, el público pide las dos orejas, en prueba de solidaridad.
En las reacciones de los principales líderes a las palabras televisadas de don Juan Carlos, cuando los españoles tenían puesta la mesa para la cena de Nochebuena, me parece haber detectado un pacto no escrito de la clase política para echarle una mano a la Corona. O mejor, para apoyar a una Familia Real en horas bajas, que viene a ser lo mismo. Tiene su explicación. Tanto la Corona como la clase política son instituciones a la baja en las escalas de valoración ciudadana y los habitantes de las alturas institucionales se atienen al viejo proverbio de que entre bomberos no se pisan la manguera.
Mal de muchos, consuelo de algunos. La sabiduría popular, por tanto, nos viene muy bien para explicar esta navideña sindicación en la desgracia que los partidos políticos han querido ofrecerle a la Corona, tras los desperfectos detectados en su imagen por el caso Urdangarín. Porque solo así puede entenderse que un discurso obvio, previsible y políticamente correcto, como todos los que ha venido despachando el Rey en estas fechas desde la recuperación democrática de 1978, haya logrado tan alto nivel de aprobación por parte de la clase política.
Si exceptuamos su impacto fundacional, como una criatura de la Revolución Francesa, jamás había despertado tanto entusiasmo en un entorno democrático el simple enunciado de un principio general del Derecho como es la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Su proclamación resulta tan obvia como mostrarse partidario del bien y enemigo del mal. Claro que estamos al cabo de la calle en la trastienda del asunto. Pero también lo estamos en la trastienda del paro y la corrupción y, sin embargo, nadie exagera la nota a la hora de valorar las reiteradas menciones del Monarca a estos y otros problemas de los españoles.
Siempre lo hizo. Está en su papel, aunque nunca antes se habían aplaudido tanto sus alusiones a la igualdad ante ley. Por supuesto que todos somos iguales antes la ley. O debemos serlo. Aunque se pertenezca a la Familia Real. Sólo queda verificarlo.