MADRID 23 Mar. (OTR/PRESS) -
La guardia costera griega encontró, hace un par de días, los
cuerpos sin vida de dos niñas, de uno y dos años de edad, que
cayeron de una embarcación con refugiados cerca de la isla de
Rodas. Ellas fueron las primeras víctimas mortales en el mar Egeo
tras la entrada en vigor del acuerdo entre la Unión Europea y
Turquía. En el bote neumático viajaban entre 35 y 40 personas y los
cuerpos de las pequeñas estaban flotando en alta mar, cerca del
islote de Ro. El relato de la muerte de las pequeñas, sin nombre,
apenas ocupó un par de líneas en los periódicos y no por el hecho
en sí, sino porque su trágico final coincidía en el tiempo con el
portazo que Europa ha dado a los refugiados en un acuerdo
vergonzoso y completamente evitable.
Los datos hablan por sí mismos. En las primeras ocho horas de
entrada en vigor del acuerdo llegaron 875 refugiados a las islas,
de Lesbos, Quíos, Kos, Samos y Leros que se convierten en el
destino final del viaje, pues allí los migrantes y refugiados deberán
optar bien por solicitar asilo en Grecia o por ser devueltos a
Turquía. Las cerca de 50.000 personas que se encuentran
atrapadas en Grecia deberán inscribirse en el programa de
reubicación hacia otros países de la UE, que continúa siendo
voluntario y hasta ahora apenas ha arrojado resultados. ¡Claro!
que en este escenario de abandono y falta de solidaridad es mejor
no ponerle nombres a este drama porque es una manera de
tranquilizar conciencias, hablando de números y no de personas.
Y por si fuera poco todo este asunto está promoviendo un avance
de la xenofobia en Europa de manera imparable. El último
eurobarómetro refleja que la población de seis estados de la unión
Hungría, República Checa, Bulgaria, Eslovaquia, Letonia, e Italia
no comparte la afirmación de que su país debería ayudar a los
refugiados. Es verdad que en el conjunto de Europa el 65 por
ciento aboga por auxiliarles, frente al 28 por ciento, pero la
mayoría de los encuestados discrepan de la afirmación de que los
inmigrantes contribuyen mucho a su país. España, a pesar de
todo empieza ser una excepción en una Europa cada vez menos
hospitalaria pero muchos de los que afirman que se debe colaborar no estarían dispuestos a acoger a refugiados en su hogar. ¡Ya se sabe que una cosa es predicar y otra dar trigo!.
El otro día leí en un periódico el caso de Mahud Yazidi, un iraquí de 29 años doctor en literatura, a quien le da igual el destino final
de su viaje a Europa. A diferencia de otros refugiados que repiten
machaconamente su deseo de Alemania como si fuera la tierra prometida de la leche y la miel, él lo único que desea es moverse y le da igual hacia dónde. Lleva varias semanas atrapado en el campamento de Idomeni, en la frontera griega con la antigua Macedonia y ha dejado en Bagdag a toda su familia sin saber cuándo podrá partir hacia un futuro que se dibuja incierto. Es uno más de los miles que se hacinan en ese campamento a cielo abierto con capacidad para 1500 personas que se ve desbordado, pero lo peor no es ni el hambre ni el frío ni las penalidades de todos los que van llegando, lo peor es la incertidumbre tras el cierre de las fronteras y, según cuentan, las escenas que se ven son desgarradoras.
No, no son números, son personas, seres humanos, que deberían golpear nuestras conciencias y encoger nuestros estómagos llenos a rebosar. Por mucho que se nos diga que aquí no caben todos o que, entre tantos, puede haber refugiados y otros que no lo son, no es aceptable mirar hacia otro lado y que se repitan historias que creíamos desterradas para siempre en esta vieja Europa que no debería olvidar su pasado más reciente. Huir de la guerra, de los abusos y del hambre o querer que la palabra libertad no sea solo eso, una palabra, es lo que haríamos cualquiera de nosotros si estuviéramos en esa situación y por lo tanto no hay excusas que valgan. Todo esto produce un enorme vergüenza.