MADRID 25 Jul. (OTR/PRESS) -
En verano, las residencias de mayores tienen más clientes, porque algunas familias no pueden o no quieren llevárselos de vacaciones. En algunos casos porque no es posible y en otros porque hay que impedir que alguien te amargue el verano. Mi amigo José Luis, que es cura y sabe de lo que habla, me decía que cualquiera de nosotros se escandalizaría si supiéramos cuántos ancianos son abandonados en verano. Abandonar significa ni despedirse de ellos, dejarles solos, en muchos casos sin capacidad para valerse por sí mismos, ignorar que existen, evitar el incordio del abuelo. Ojos que no ven, corazón que no siente. Ancianos que son recogidos por servicios sociales o atendidos en las parroquias. Luego llega septiembre y la vida vuelve a la "normalidad".
Yo creía que eso era todo. Pero hay otras maneras de "colocar" al abuelo o la abuela en verano para que no incordie. Por ejemplo, llevarlos a las Urgencias de cualquier gran hospital con cualquier pretexto y conseguir que le ingresen. Sobre todo en las grandes ciudades, porque en las pequeñas es fácil que alguien te conozca y sepa porqué haces lo que haces. Luego, uno se va y no se puede dar el alta al abuelo porque en casa no responde nadie. Quince días después, los "familiares" acuden por el hospital, preguntan cómo está el abuelo y si se ha portado bien. Si algún sanitario se atreve a decirles algo, o le replican airadamente o aguantan el ponerse colorados. Y hasta la próxima.
En los hospitales, además, tienen otro problema y es que cada vez hay más pacientes que se niegan a marchar aunque estén curados. A veces, rechazan el alta porque donde van a ir estarán infinitamente peor que en el hospital: más solos, peor atendidos, sin afecto, mientras que, aquí, médicos y enfermeras les brindan algo más que su trabajo. Algunos no tienen recursos económicos o se han separado y no tienen quién les cuide. Otros son viejos, tienen enfermedades invalidantes y piensan que del hospital les pueden llevar a un centro donde nadie irá a verles nunca. Son viejos y no les queda nadie. O son inmigrantes y viven en unas condiciones malas cuando hay trabajo, pero terribles cuando no lo tienen, no se pueden valer por sí mismos y nadie les ayuda. Así que se agarran a la cama del hospital y se niegan a salir al mundo civilizado.
Tenemos miedo de todo, pero especialmente de la soledad y el abandono. Millones de personas viven en el olvido, solas, aunque estén acompañadas, y a algunos no les importa ser okupas en un hospital antes que ser ignorados en un hogar o abandonados por esos hijos por los que tanto hicieron. La felicidad, dice Jorge Bucay, "es la certeza de no sentirse perdido". Por eso hay tantos infelices.
Francisco Muro de Iscar.
francisco.muro@planalfa.es