MADRID 14 Oct. (OTR/PRESSS) -
Las llamadas fiestas nacionales suelen ser eso: días de fiesta para la mayoría de la gente, mientras sus elites y sus instituciones se recrean de otro modo. Pasa en casi todas partes y las diferencias vienen dadas por si es mayor o menor el uso de banderas -ya sea en los balcones o en los jardines de las casas- y por si esas jornadas se convierten en actos reivindicativos o más bien en celebraciones de exaltación de determinados valores. A todo ello se suman homenajes a personalidades desaparecidas y a soldados que entregaron sus vidas.
Dada la estructura del Estado, en España se celebran varias fiestas nacionales y regionales, sin que todas las piezas estén bien encajadas ni a gusto de todos; menos aún en el caso de quienes se colocan en los extremos políticos. Pero por encima de todo eso, que también tiene su importancia, hay algo más trascendente: la sociedad española demuestra tener un sentido común que suele dejar en fuera de juego a quienes pretenden tensar la situación, ya sea con unas banderas o con otras en la mano.
Por eso el país sigue funcionando a su ritmo, con normalidad, mientras unas minorías siguen empecinadas en hacernos ver que el Estado se rompe, asaltado por unos insaciables nacionalistas periféricos que se aprovechan de un Gobierno débil, y otras se empeñan en ensoñaciones que, cuando menos, no forman parte del presente de la gente. ¿Quiere decir eso que no hay problemas? Tampoco. Pero la gravedad es la que es, más o menos la misma de siempre. Y así seguiremos todo el tiempo que tardemos en querer resolver esas grandes preguntas de España que unos no quieren afrontar, otros quieren utilizar electoralmente y unos terceros desean aprovechar. Esas preguntas claro que tienen que ver con la Monarquía y la estructura territorial del Estado, pero para contestarlas hace falta en primer lugar querer hacerlo. Y después, hacerlo bien, con sosiego y con respeto a todos. Andar prendiendo fuego y gritando no denota buenos modales.
José Luis Gómez