Actualizado 15/09/2007 02:00

Lorenzo Bernaldo de Quirós.- Hijos: ¿Por amor o por dinero?

MADRID 15 Sep. (OTR/PRESS) -

Desde el pionero, y en su momento revolucionario, libro de Gary S. Becker, 'Tratado de la Familia', los economistas han prestado una creciente atención a estudiar cómo y por qué los individuos deciden casarse, divorciarse, tener hijos etc. La tesis central 'beckeriana' se sustenta en la teoría de las 'complementariedades de producción', en la cual los maridos se especializaban en actividades orientadas al mercado y las esposas en las realizadas en la esfera doméstica. Esta situación se ha visto erosionada de manera radical por los cambios experimentados en la institución familiar durante las últimas décadas. El propio Becker recogió esas mutaciones en su Introducción de 1991 al Tratado y ajustó su enfoque a las nuevas realidades. El resultado es un marco analítico que constituye la moderna teoría económica de la familia y es un poderoso instrumento para evaluar la efectividad de las políticas destinadas a influir sobre las decisiones de sus miembros.

La familia no ha sido destruida por esas transformaciones, pero sí se ha visto alterada de manera sustancial. Su estructura se ha vuelto más heterogénea y menos estable. El matrimonio entendido como un contrato de larga duración que incluye la 'producción' de niños ya no es una experiencia universal ni un objetivo para muchos adultos y la intensa especialización de géneros que caracterizó la familia nuclear en casi todas las sociedades desarrolladas hasta los años sesenta se ha convertido en un arcaísmo. La píldora, la legalización del aborto y la liberalización de las costumbres han contribuido también a reducir los costes del sexo al margen del matrimonio. Por otra parte, el papel económico de los hogares se ha reducido en tanto el mercado y el Estado han suplementado o reemplazado muchas de sus funciones tradicionales desde la preparación de comida hasta el cuidado de los ancianos.

Aunque existen otros criterios de índole sociológica, cultural o tecnológica, la convergencia de los perfiles económicos de los hombres y de las mujeres, aunque incompleta, ha sido y es una poderosa fuerza transformadora de la naturaleza del matrimonio y de la crisis del antiguo esquema de división del trabajo dentro de él. La educación, el mercado laboral, el incremento de los niveles de renta y la fertilidad están muy correlacionadas: las mujeres que esperan tener menos niños y quieren mantener su vinculación con el mundo del trabajo tienden racionalmente invertir más en capital humano en búsqueda de una mayor tasa de retorno a su actividad que la doméstica. En este contexto, el coste de oportunidad de tener hijos se incrementa y, en consecuencia, su producción disminuye. Por tanto, el futuro de la demanda de hijos depende tanto de la evolución de las preferencias como de los distintos efectos renta y sustitución provocados por la situación económica y las expectativas de los cónyuges.

En la familia tradicional, los hijos constituían una fuente de fuerza laboral y también un sociedad de garantía recíproca que encarnaba un principio de solidaridad intergeneracional: 'Hoy por ti, mañana por mí'. Este contrato tácito se ha quebrado y/o se debilitado de modo sustancial. Por un lado, el mercado ofrece sistemas de asistencia sanitaria y de cobertura del retiro que permiten cubrir en todo o en parte esos riesgos; por otro, los programas del Estado del Bienestar son también una alternativa a la familia para combatir los rigores de la enfermedad y de la vejez. La combinación de esos dos desarrollos institucionales reduce la rentabilidad de tener niños, concebida ésta actividad como una búsqueda de asistencia social futura. Por último, las rupturas familiares suelen disminuir la disposición de los hijos adultos a realizar transferencias en dinero o en especie a sus progenitores, sobre todo, a los padres (Cigno A., 'Intergeneracional Transfers without Altruism: Familia, Market and State'; European Journal of Political Economy, 9 (4), 1993).

Ante la caída de las tasas de fertilidad en la mayoría de los países desarrollados, muchos gobiernos han implantado políticas pro-natalidad, incluyendo medidas que permiten o, al menos, ayudan a los padres a conciliar su actividad laboral con la paternidad, prestaciones monetarias y/o en especie (guarderías) para el cuidado de los menores, aportaciones dinerarias directas e indirectas (deducciones fiscales por hijo) a las familias por los hijos que traigan al mundo etc.. Por desgracia, la evidencia empírica disponible muestra que ese tipo de medidas ofrece resultados bastante mediocres y que, además, su principal impacto no se produce sobre la dimensión de los hogares, es decir sobre el número de sus miembros, sino sobre la decisión de cuando se tienen los hijos. En la práctica, la principal fuente de nacimientos en las sociedades avanzadas es la población inmigrante (Ver Kholer, Billari and Ortega, 'The Low Fertility in Europe: Causes, Implications and Policy Options', Rowman & Littelfield Publishers, 2006).

A la vista de la literatura y de los datos disponibles, buena parte de las iniciativas gubernamentales para estimular la natalidad carecen de soporte y obedecen bien a una ignorancia bienintencionada bien a la más pura y clásica demagogia. Hasta ahora, el desarrollo económico ha incentivado la reducción del número de hijos y sería complicado volver a 'golpe de decreto' a un pasado considerado por algunos idílico. En este marco, gastar miles de millones de euros en una medida, como la adoptada por el gobierno al donar 2.500 euros por cada hijo traído al mundo, es muy probable que no consiga los fines perseguidos, aunque, eso sí, suponga un buen e inesperado regalo para todos aquellos que con o sin la dadiva gubernamental iban a tener niños.

Lorenzo Bernaldo de Quirós

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