MADRID 15 May. (OTR/PRESS) -
Cada periodo temporal sufre de su ataque de catetez. En los primeros años sesenta del siglo pasado podías ver a catetos con mitones de conducir, tomar una cerveza en el bar de la esquina, sin quitarse los guantes por mucho calor que hiciera, para que todo el mundo se diera cuenta de que habían logrado pagar el primer plazo del SEAT 600. Normalmente, el cateto que todos llevamos dentro necesita de un instrumento, generalmente tecnológico, que nos ayude a realizarnos como catetos de reglamento. Puede ser un televisor portátil, una moto náutica, un equipo de sonido en el coche capaz de reventar los oídos y, en este siglo, el teléfono móvil.
La gente importante de verdad, no sé, el presidente de Estados Unidos, el Papa, el Rey Juan Carlos, no suelen llevar un teléfono móvil, y, si lo llevan, está apagado. La gente vulgar, periodistas, fontaneros, médicos, etcétera, sin embargo, no nos queda más remedio que esclavizarnos al móvil, pero hay esclavos que se alegran mucho, esclavos catetos, cuyos ejemplares más preclaros anidaban hasta hace poco en el AVE de Sevilla y, ahora, han emigrado al AVE de Zaragoza-Tarragona.
Parece que, al cabo del tiempo, las reiteradas recomendaciones de que las conversaciones telefónicas a través del móvil se lleven a cabo en los pasillos ha calado en los viajeros desde y hacia la capital andaluza, pero todavía no han penetrado en el cerebro de los viajeros del AVE maño-catalán.
Intentar concentrarse en la lectura de una novela, un documento o un ensayo es inútil, porque siempre hay un cateto de guardia que pregunta, en voz lo suficientemente alta para que le oiga todo el vagón, por la factura de Martínez, el redondo calibre del ocho de González, o las cabronadas del delegado de Madrid. Lo de la señora que explica que la pasta de las croquetas está en el segundo estante del frigorífico es ya un fijo, y lo "estoy en el AVE", una obviedad imprescindible. Lo malo es que he preguntado en la farmacia y no hay vacunas. Ni tratamiento.
Luis del Val