MADRID 20 Mar. (OTR/PRESS) -
Hace poco, acompañé a un amigo a una entrevista que tenía concertada con un ejecutivo de la delegación, en Madrid, de una importante empresa japonesa. Me sorprendió que compartiese mesa con otro ejecutivo, que tuviéramos que hablar en una sala de reuniones minúscula, y que fuera el propio ejecutivo quien salió a la máquina, instalada en un pasillo, para traernos los cafés que nos había ofrecido. Esta delegación en Madrid factura más de diez millones de euros al año, es decir, que no están atravesando ninguna crisis económica.
Quien haya tenido tratos con la Administración, y haya pasado por los despachos de autonomías, municipios o ministerios, conoce la dimensión de estos recintos y su mobiliario, algunas veces suntuoso.
El pasado fin de semana, en una de las capitales de una comunidad autónoma de las llamadas históricas, en un inmenso solar situado en el centro, contemplé unas obras de gran envergadura. Pregunté si aquello era para equipamiento de vivienda o de oficinas, y me contestaron que las obras eran para albergar las dependencias de la delegación de la comunidad autónoma, hasta ahora desperdigadas por diversos puntos de esa ciudad.
La alegría con la que el dinero de los contribuyentes se distribuye en equipamientos inmobiliarios corresponde al desparpajo de una cultura del despilfarro, en la que quienes deciden el gasto saben que no tienen que mirar antes lo que hay en la cuenta de la caja de ahorros: se limitan a lo presupuestado -que siempre se supera- pero el pecado original es la ausencia de mesura, la falta de sobriedad, el desconocimiento de que cada euro que se invierte en un despacho le ha costado muchas horas de trabajo a un anónimo ciudadano, la falta de costumbre en la ponderación. Nuestras administraciones parten del falso convencimiento de que somos millonarios. Y no es cierto. Precisamente la mayor parte de ése dinero procede de los menos ricos.
Luis Del Val.
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