MADRID 13 Nov. (OTR/PRESS) -
El Ministerio de Interior y el Ministerio de Exterior son departamentos donde, a veces, se tienen que llevar a cabo acciones que no conviene explicar a los niños. Las razones de Estado y los intereses económicos obligan a determinadas maniobras, que costaría mucho recoger dentro de las normas éticas al uso, y que, desde luego, no son un ejemplo para exponer en las escuelas a los alumnos.
Eso es así en todos los países, sean o no democráticos, y hay un principio no escrito, pero tradicionalmente asumido, que obliga a la discreción sobre las actuaciones anteriores. Merced a ello, ningún ministro de Interior ha desvelado las maniobras discutiblemente legales que llevaron al equipo anterior a desmontar una banda de malhechores o a un grupo terrorista, y ningún ministro de Exteriores habla sobre lo discutible que hizo su antecesor.
Hasta que llegó Moratinos, y, nada más y nada menos que en el Congreso de los Diputados, acusó formalmente al gobierno anterior, poco menos que de participar en un golpe de Estado contra Venezuela, ante el estupor de los compañeros de la carrera diplomática, de todos los funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores y de gran parte de la población a la que todavía le queda algo de lo que Moratinos carece: sentido común.
¿Participó España en las maniobras? No. ¿Dejó de hacer o decir o denunciar? Pues posiblemente sí, porque la política exterior es un magma donde los intereses, en muchas ocasiones, colisionan con los rigores de la ética, y hay elusiones, silencios o complicidades que serían difíciles de justificar en la conducta de una persona, pero que son cotidianas en la diplomacia estatal. Es decir, que de aquellos polvos, hijos de una indiscreción atolondrada, vienen algunos de los lodos de los que hablamos y con los que nos entrenemos durante estos días.
Luis Del Val.
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