Jueces y Castas

Europa Press Sociedad
Actualizado: lunes, 14 abril 2008 19:08

También entonces la misma ira, la misma rabia, idéntica alarma social. También en junio de 1992, cuando la niña Olga Sangrador, fue violada y asesinada por un recluso en tercer grado, la palabra "escándalo" ascendió a todos los titulares y las autoridades expresaron públicamente su aflición. Hubo también voces en favor de endurecer las penas, de instaurar la cadena perpetura, y otras que aplazaron indefinidamente el debate aseverando que nunca se debe legislar en caliente.

El dolor de los otros llega diluido, se escucha lejano en el cerrado y selecto mundo donde habita y gobierna la casta. Hay crónicas de sucesos que se reponen todas las temporadas. Cambia el criminal, la víctima, ésta o aquella circunstancia, pero se repite el papel estelar de un juez. Valentín Tejero, el asesino de Olga Sangrador se encontraba en la calle por la inapelable decisión de un juez de vigilancia penitenciaria. Se habían opuesto los especialistas que le atendían en prisión, pero un magistrado tiene poder omnimodo. Para algunas decisiones, la ley les convierte en señores absolutos, en miembros de un intocable y corporativo linaje, cuyos fallos, investigados y juzgados por el mismo estamento, salen gratis o muy baratos.

También Antonio Anglés, condenado por un delito de agresión sexual, disfrutaba de un permiso cuando violó y asesinó a las tres desgraciadas niñas de Alcaser. No fueron las últimas víctimas. En las páginas de sucesos de estos años hay plantadas más cruces, abundan los relatos de mujeres que un día se cruzaron con la mala sombra de un violador que salió de prisión porque un funcionario público supuso y decidió que ya estaba rehabilitado.

¿Quién repara el daño del juez, de la Administración que concibe la justicia como una misión ideológica, como un laboratorio de política social, en la que el violador, es una víctima social más, que también merece beneficios penitenciarios? En la jerga de la casta los fallos son sólo probabilidades de error. "Nos podía haber pasado a cualquiera", se lamentan algunos compañeros del juez Rafael Tirado. No hablan de la víctima, del insondable sufrimiento de su familia. La tribu sólo tiene solidaridad con el compañero, con ese "juez magnífico", que sino como hombre de leyes, al menos como ciudadano sensible, debió tener en cuenta que un monstruo como Santiago del Valle, capaz de abusar sexualmente de su hija, es una bestia depravada que antes o después saldrá a cobrarse nuevas piezas. Sin embargo, su encarcelamiento se demoró ocho años, hasta que asesinó a Mari Luz Cortés.

¡Qué gran espejismo! La democracia no son las redundantes declaraciones de principios, el sonoro nombre de instituciones y poderes, la arrogante seguridad de algunas élites que miran con desconfianza y distancia a la madre que busca un poco de alivio en el castigo ejemplar del criminal. La democracia y la justicia es el grito de desconsuelo y rabia que resuena en las entrañas del Estado, que penetra en los laberintos blindados, en las burocráticas salas, que abre sin miedo, caiga quien caiga, puertas y ventanas, y deja desnudas de prebendas a las élites y las castas.

Una democracia avanzada se legitima en la autocrítica, pidiendo perdón por los errores en cadena de los poderes del Estado. Democrática es cualquier ley aprobada por la mayoría, pero también la libertad para criticar una legislación que sólo condena a dos años y nueve meses al padre que abusa de su hija, para denunciar la burocratización, el corporativismo, la polítización de un poder judicial, que en vez de ser ejemplar, demasiadas veces escandaliza con sus fallos.

El idolatrado y adulto pueblo de los días de elecciones es considerado casi una turba sedienta de venganza cuando ante hechos tan graves demanda penas más altas o el cumplimiento íntegro de las condenas. "La misión de la cárcel es la rehabilitación", repite la casta como un dogma incuestionable ¿Y si no se consigue, como ocurre asíduamente con los violadores, quién asume la responsabilidad de la próxima víctima?

Ahora como entonces, son días de afligidas condenas, de expedientes disciplinarios y tímidos anuncios de reformas. Al menos hasta que escampe, hasta que el caso Mari Luz se difumine y se olvide. Cuando se repita un suceso similar, volverá a aflorar la misma rabia, idéntica la alarma social. También las voces de los que siempre se lavan las manos y repiten que le podía haber pasado a cualquiera o que nunca se puede legislar en caliente.

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