Este es el país de las prisas, pero no por acabar los trabajos emprendidos, sino por inaugurarlos. Tocados de una rara manera por la varita mágica de la poesía, que establece que basta nombrar una cosa para crearla, los políticos españoles suponen que basta inaugurar una obra para que esté terminada, y eso es lo que está pasando con las obras del AVE en Catalunya, pero no sólo eso.
El día 21 de diciembre hay que inaugurar, por narices, la línea del AVE a Barcelona, y semejante propósito, escasamente fundado en la realidad y sus contingencias, obnubila el juicio de los de Fomento, que, presos de la ansiedad, no sólo olvidan que para concluir un trabajo hay que hacerlo, sino que olvidan también que el fin último del tren, sea éste clásico o moderno, o más o menos rápido, es transportar a los ciudadanos de un sitio a otro.
Con la historia, bien atractiva por cierto, de unir las dos grandes capitales de España con un tren veloz como la centella, de suerte que entre Madrid y Barcelona apenas tenga tiempo el viajero de tragarse una película horrible o un menú de plástico, se obliga al resto, a aquellos de pretensiones más modestas pero también más acuciantes, a llegar tarde al trabajo, a casa, a donde sea, o a no llegar nunca.
Nadie dijo que tender una nueva línea de ferrocarril por un corredor densamente poblado, tanto que ha de hacerse sitio a empujones entre las ya existentes, fuera fácil, pero tampoco nadie les dijo a los catalanes que el Ministerio de Fomento se dedicara a fomentar el caos, la pérdida de tiempo, y desde luego, la mala leche. Las prisas, y al parecer alguna ministra, no son buenas.
Rafael Torres.