MADRID 23 Ene. (OTR/PRESS) -
Si al alcohol, al aburrimiento y a la ausencia de alternativas para el ocio que decoran los fines de semana de los jóvenes del extrarradio, se le añade la presión de hábitos exóticos emparentados con el gamberrismo y la delincuencia que desarrollan a su vez algunos grupos o bandas de jóvenes extranjeros, el resultado no puede ser otro que el del tumulto callejero entreverado de navajas. Explosiones como la de Alcorcón, la gigantesca ciudad dormitorio del este de Madrid que pese a los esfuerzos de su Ayuntamiento sufre los perjuicios del crecimiento desordenado y heteróclito común a los municipios de la periferia de las grandes ciudades, son la consecuencia de una pésima o nula política de inmigración, de integración y, sobre todo, de educación. Salir a pegarse, bien que en éste caso vagamente inspirados por un imperativo justiciero contra los excesos de los pandilleros latinos que han importado formas de delincuencia que afectan gravemente la vida cotidiana, constituye, en ese escenario de bloques fantasmales y convivencia desestructurada, un plan atractivo, que los grupos nazis y xenófobos se apresuran, desde luego, a desquiciar en beneficio de sus intereses.
Pero la cuestión no radica, como repiten en su descargo los vecinos de Alcorcón, en una pulsión racista contra los inmigrantes, sino en los efectos de un deplorable plan de vida común basado en el aislamiento, la incomunicación y la penuria educativa y cultural. Desde el punto de vista del orden público y del respeto a la ley, las bandas latinas que toman el control de las calles abandonadas por las instituciones pueden y deben ser vencidas policialmente, y desde luego reenviadas a sus lugares de procedencia, pero el problema del orden público no es sino la punta del enorme iceberg de pobreza en todas sus modalidades que roza ya nuestro flamante Titanic.
Rafael Torres.