Actualizado 14/06/2007 02:00

Rafael Torres.- Bob Dylan

MADRID 14 Jun. (OTR/PRESS) -

Podría parecer una contradicción, o una claudicación del personaje, la concesión del premio Príncipe de Asturias a Bob Dylan, el músico y poeta que invitó a la juventud de su tiempo (de su tiempo de juventud) a cambiar el mundo, pero se trataría, tal vez, de una percepción distorsionada: en las edades del hombre hay un para cada cosa, y lo único anómalo, o denigrante, o incoherente, o triste, es errar en la coordinación natural de las edades y las cosas, esto es, ser un anciano a los veinte y un joven, inevitablemente algo revenido, a los setenta.

Bob Dylan, que por el valor demostrado alguna vez en la expresión de sus ideas izquierdistas en un país como Estados Unidos ya merecería reconocimiento y admiración, se ha hecho viejo, consecuencia lógica e inevitable, por lo demás, de haber vivido. Y ya no es exactamente el que era, por mucho que siga siendo el mismo: antes necesitaba lucha y excitación como riego para su actividad creadora; hoy, que le dejen tranquilo. Del mismo modo, la vanidad del joven Dylan, como la de todo joven, se alimentaba sola, en tanto que hoy, con los dientes de morder la realidad mellados, agradece que se la alimenten con premios, fastos, homenajes y demás zarandajas. Sin embargo, ese hombre de edad provecta que recogerá emocionado el Príncipe de Asturias ha cumplido, cumplió cuando le tocaba, cuando era dueño y señor de la energía, defendiendo a los desheredados, cantando a la libertad y denunciando la guerra y demás crímenes de los poderosos del mundo. Lo hizo cuando tuvo que hacerlo, y si bien la causa del mejoramiento de la convivencia humana sería más fuerte si Bob siguiera militando activamente, como antes, en sus filas, el hombre se merece ser exonerado ya de esa lucha que tiene siempre un precio altísimo y que exige tener, en ilusión y en fuerza, para pagarlo. Enhorabuena, pues, a Dylan, no por el premio éste, sino por haber sido.

Rafael Torres.

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