Actualizado 13/12/2007 01:00

Rafael Torres.- Esposados

MADRID 13 Dic. (OTR/PRESS) -

La boda era singular por varios motivos: los contrayentes eran dos presos que cumplen condena, uno de ellos era transexual y se quejaba de lo malamente que por su condición lo estaba pasando en la cárcel, había escaso movimiento de padrinos, niños, amigos y familiares, nadie arrojó arroz ni pétalos a los reciéncasados tras la ceremonia... Sin embargo, una singularidad, absolutamente evitable, sobraba: los novios iban esposados. Antes de tiempo. Doblemente. Y así, con las esposas puestas, retornaron a sus celdas en el gélido y nada nupcial furgón de los traslados carcelarios.

Se comprende que una boda entre reclusos se contamine, inevitablemente, de la tristeza de los novios, que en ese momento deben echar más de menos que nunca su libertad, y también, sin duda, de la desolación de los escenarios donde tienen lugar los preparativos y la propia ceremonia, pero precisamente por eso, porque es inevitable que una boda así sea menos boda, no se entiende la poca compasión y la pobre humanidad de quienes obligaron a esa pareja a casarse esposados, entrelazadas sus manos con los cepos metálicos. ¿Era necesario? ¿Había que recordarles de una manera tan brutal su situación? ¿Existía riesgo de que escaparan? ¿A quién se le ocurrió, con sujección a qué código ignominioso, mantenerles encadenados a la fuerza durante la ceremonia en la que ellos se encadenaban, el uno con el otro, libremente? La televisión nos mostró, con el plus de crudeza que el medio se gasta, el suceso: a nadie de los presentes, a ninguno de los custodios ni de los oficiantes se le ocurrió libertarles las manos, siquiera para salvarlas durante unos minutos del frío abisal de esas pulseras de hierro.

Rafael Torres.

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