MADRID 3 Oct. (OTR/PRESS) -
Tiene razón Ibarretxe cuando dice que para qué ser lehendakari, presidente de la comunidad vasca, sino le puede preguntar cosas a la gente. En efecto; gobernar sin preguntar, sin poder establecer una vía de comunicación directa con los gobernados más allá de la requisitoria del voto, más tiene, en la práctica, de autocracia que de democracia, pero ¿cómo se pregunta en política, en democracia, cosas a la gente? Cada cuatro años se le pregunta mediante elecciones, pero sólo qué partido político es el de su preferencia, de suerte que, limitadísimo por la pregunta, el ciudadano no puede sino dar una respuesta insuficiente. Quisiera, en los grandes asuntos, poder expresarse de propia voz, incluso contra la línea que sobre ellos pudiera mantener eventualmente el partido al que votó en los comicios, y para satisfacer esa necesidad del ciudadano, y la de poder a obrar en sintonía con la opinión mayoritaria, la democracia dispone de un mecanismo básico: la consulta popular, el referéndum.
La clase política española odia el referéndum, acaso porque teme que con él, con su uso, pierde ese carácter sacerdotal que le es tan caro. El político español, salvo raras excepciones, una vez que se establece o pilla, se apalanca, y no sólo se apalanca, sino que tiende a considerar a sus compatriotas como pertenecientes a una casta inferior y pueril a la que no debe hacerse demasiado caso. Cuando oyen hablar del referéndum más elemental de todos, el que debería proponerse para discernir en Monarquía o República, se ponen de los nervios, les sudan las manos, se les desajusta momentáneamente la compostura del traje, pero cuando oyen a Ibarretxe defender el suyo, el que en el País Vasco habría de mensurar la voluntad independentista del electorado, les pasa lo mismo. ¿Miedo a preguntar, acaso? ¿Miedo a saber? ¿Miedo a la gente? ¿Miedo a la democracia? ¿Miedo? Pero es al miedo, ciertamente, a lo único que hay que tenerle miedo.
Rafael Torres.