MADRID 24 Nov. (OTR/PRESS) -
La televisión crea realidad, su propia realidad, comunmente una realidad artificial, disparatada, espectacular, pero cuando penetra e interviene en la realidad común, en la que habita de ordinario lejos de los focos y las cámaras, lo hace imponiendo sus leyes, su estilo y su filosofía, si es que se puede llamar filosofía al propósito único de mantener hechizado al espectador no importa con qué clase de cebo o de basura. Así, cuando la televisión invade la difícil vida de los que se van dando con la cabeza en las paredes, de los que andan a ciegas, sin luces, por este laberinto, o la de aquellos, cualquiera de nosotros, a los que el infortunio, la fatalidad, la herencia genética, la ignorancia o la miseria han convertido en muñecos de pim-pam-pum de una feria atroz y desconcertada, cuando la televisión irrumpe, digo, en esas vidas, multiplica su devastación al convertirla en entretenimiento y espectáculo.
La televisión del cotilleo y el despellejamiento del "famoso" sabe mucho de eso, pero hay otra, emparentada con ella en lo hórrido, que se dedica, y al parecer con éxito de audiencia, a intervenir en las vidas de la pobre gente, en sus sentimientos, en sus relaciones, en sus angustias, o en su lado oscuro, como si operara moscas con guantes de boxeo. Esos programas, del que "El diario de Patricia" es blasón y paradigma desde hace mucho tiempo, manipulan de una manera tan frívola y brutal el alma desconocida de sus invitados, que a veces el experimento acaba en explosión, aunque como la deflagración se produce fuera del estudio, las manos de los hacedores del programa quedan limpias e inmaculadas. A Svetlana, una joven rusa a la que "El diario de Patricia" puso, con engaños, ante su maltratador pidiéndole matrimonio, la mató éste por haber rehusado ante millones de personas su mano violenta, pero ¿quién armó la mano que la mató?
Rafael Torres.