MADRID 27 Nov. (OTR/PRESS) -
Es inútil: por mucho que se siga criminalizando al presidente de Venezuela, por mucho que se magnifiquen sus defectos, por mucho que se insista en señalar sus desmesuras, no por ello el rey Juan Carlos obró ni cortés ni razonablemente cuando, terciando en la polémica que mantenían Zapatero y Chávez, mandó a éste callar de manera abrupta y destemplada. Los malos no nos hacen buenos, sino que son nuestras propias obras las que, independientemente de las de los demás, nos hacen buenos o malos, y más en éste caso en el que la presunta maldad del presidente de Venezuela es fruto sólo de la percepción de sus enemigos y sus detractores, y en ningún caso, como es natural, de la de sus partidarios y simpatizantes.
El caso es que, como no podía ser de otra manera, la humillación personal e institucional sufrida por el mandatario americano empieza a tener consecuencias funestas para las relaciones de dos naciones hermanas que, por ello, están obligadas a mimar sus relaciones políticas y diplomáticas. La supuesta adhesión unánime de la opinión pública (publicada, más bien) española, que no ha cesado de jalear desde la visceralidad y la arrogancia la actuación del monarca, no ha contribuido precisamente a templar las cosas, ni, en consecuencia, a facilitar la resolución del conflicto en términos dialogados. Con lo fácil que sería, que todavía es, concertar una reunión cordial, simétrica, en la que unos y otros deploraran sus propias demasías y aceptaran caballerosamente, versallescamente, las razones y las disculpas del interlocutor, todo parece indicar, por el contrario, que por un prurito equivocado de orgullo la bolita de nieve va a seguir engordando hasta provocar un alud.
Decía Machado/Juan de Mairena que es fundamental que el enemigo no lleve la razón. ¡Ay, si los españoles leyéramos un poco más!
Rafael Torres.