MADRID 10 Feb. (OTR/PRESS) -
El juez de Tenerife que ha suspendido cautelarmente los actos callejeros de Carnaval a requerimiento de numerosos vecinos, cuyo derecho al sosiego es atropellado por el estrépito desconcertado de las comparsas, no sólo está interpretando la Ley vigente (la del Ruido, promulgada en 2003), sino también la ley natural, y el sentido de su disposición no sólo es jurídicamente irreprochable, sino que pertenece a la superior esfera del sentido común. No debería ofenderse, por tanto, el pueblo tinerfeño: del pueblo son también los niños, los ancianos, los enfermos y, en general, la gente sensible que mira por su salud y que aprecia el silencio, que no merecen el maltrato del estruendo, por mucho que a otros se les antoje divertidísimo y maravilloso. Y no se aferre a la tradición, pues una tradición que jeringa al prójimo, y más, como en este caso, al prójimo más desvalido y vulnerable, es una tradición que merece repensarse y reconducirse adecuadamente.
Pues todo en esta vida tiene remedio, salvo la muerte, puede esperarse del buen juicio de la sociedad tinerfeña una solución al conflicto, un conflicto que no ha provocado el juez justiciero, sino que existe desde que un montón de ciudadanos sufre con la diversión de otros. Participar en la fiesta, en el ruido, no es obligatorio, de suerte que la cuchipanda no puede ser impuesta ni invadir el espacio de todos. Esos desfiles carnavalescos pueden celebrarse en un barrio distinto cada año, de modo que las víctimas sólo se fastidiarían cada cinco o seis años, o podrían, también, celebrarse de día o, por qué no, en un recinto alejado del hábitat de las personas al que concurran sólo los partidarios del suceso. ¿Por qué no? Cualquier cosa, desde luego, menos que una parte de la sociedad siga torturando, a puro ruido, a otra.
Rafael Torres.