MADRID 15 Sep. (OTR/PRESS) -
Existe una vida aún más precaria que la del agricultor: la del modesto trabajador asalariado. Bien es verdad que al que vive de los frutos del campo le puede sobrevenir, de súbito, la calamidad del granizo, del hielo a destiempo o de alguna plaga, pero no lo es menos que cuando eso no sucede, la cosecha es abundante, feraz y recompensadora. Al asalariado, en cambio, no le cabe, el punto a recompensa, sino el remoto albur de que un día le toque la Primitiva o algún otro juego de azar que tampoco habrá de sacarle de pobre, y la última prueba de que sobre su suerte pesa la condena de ser siempre la misma, o sea, adversa, está en la reciente subida del pan y de cuanto alimento se relaciona, en teoría, con los cereales. Inerme como de costumbre, el trabajador se halla ante una conspiración especulativa de gran ámbito para sacarle hasta el último céntimo, céntimo que, por lo demás, tampoco va a ir a parar al bolsillo del agricultor.
Con la historia, casi ya leyenda urbana, de que el cereal se está desviando a la producción de biocombustibles, el bulo echado a rodar por los desalmados especulares pretende justificar el alza desmesurada del precio de los alimentos básicos. Con semejante coartada, de vagos ribetes ecologistas, se quiere ocultar una realidad delictiva emparentada con el acaparamiento, esto es, con la retención del grano para provocar su carestía, pues en puridad, apenas el 2% del cereal cultivado se destina a la biogasolina. Sin embargo, esos tipos o bandas de antisociales ignoran que el pan contiene, por su elevadísimo carácter simbólico y totémico, una sustancia misteriosa que les podría atragantar. Que se les debería atragantar.
Rafael Torres.