MADRID 15 Jun. (OTR/PRESS) -
Enredados como andamos en discusiones estériles y banales, olvidamos con frecuencia que fuera de la política, de las altas instancias de poder, de los platos de televisión, hay otra vida llena de riqueza humana y cultural. Historias grandes y sencillas que merecen ser contadas y conocidas por el gran público, aunque sólo sea para que tomemos conciencia de que son muchos los personajes que han llegado a lo más alto por su trabajo, por su arte, por su inteligencia.
Tal es el caso de Cristóbal Toral, ese gran pintor que ha sabido ganarse el reconocimiento y el respeto de la crítica y de los amantes del arte, y al que tuve oportunidad de conocer hace diez años, cuando estaba escribiendo un libro "Partir de cero", en el que contaba la vida de una serie de personas que de la nada habían llegado a triunfar en actividades tan diversas como la moda, la pintura, la música, el baile, la empresa y el toreo.
Recuerdo la sorpresa que me llevé cuando en su estudio madrileño, Cristóbal fue desgranando con gran sencillez y humildad lo que había sido su infancia, su adolescencia, su juventud, allí en los montes de Antequera, donde vivía con su padre en una choza, sin más compañía que los animales del campo. Fruto de esa soledad, de esos largos silencios, de tantas noches mirando las estrellas, son algunos de sus más famosos cuadros y murales. Uno de los cuales preside desde hace unos meses la nueva estación del Ave de Antequera. Una de las más modernas de nuestro país, lugar de confluencia de toda Andalucía.
Para dar a conocer la que sin duda es su obra más querida, Cristóbal invito a un grupo de amigos -algunos de ellos arquitectos de reconocido prestigio-, a visitar su ciudad natal. Una experiencia que nos permitió conocer mejor al hombre, y un poco más todos aquellos lugares que fueron configurando al gran artista que hoy es.
Uno de los grandes méritos del pintor antequerano, es que viviendo en un ambiente semisalvaje, lleno de privaciones, aprendiese a dibujar antes incluso de saber leer. Fue su padre quién le compró los primeros lápices y libretas, que él emborronaba dibujando todo lo que había a su alrededor: animales, pájaros, grupos de cazadores. Fue ahí, en ese ambiente tan poco propicio para el arte, donde Cristóbal aprendió que la vida puede dar muchas vueltas, pero también que la constancia es tan importante como la suerte.
Hoy Cristóbal ya puede decir que es profeta en su tierra, la mejor recompensa para un artista que salió de ella con una mano delante y otra detrás. Pero hay un aspecto del pintor que merece ser contado: creo no equivocarme si digo que su gran obra es su propia familia. El y Marisa, su mujer -con la que se casó cuando ella no había cumplido los dieciocho-, han sabido inculcar a sus tres hijos, el amor al trabajo, al estudio, y el respeto a sus orígenes, por humildes que estos sean.
Rosa Villacastín.