Publicado 29/03/2024 08:01

Charo Zarzalejos.- Nostalgia

MADRID, 29 Mar. (OTR/PRESS) -

Hace treinta años, él me trajo a Sevilla. Han tenido que transcurrir todos estos años para comprender por que los cronistas y columnistas que dedican sus escritos a la Semana Santa destilan una enorme nostalgia y una buena dosis de melancolía. Ahora lo entiendo.

Todos los años desfilan las mismas Dolorosas y los mismos Crucificados. Los ritos de la entrada y salida de las cofradías de sus respectivas iglesias se repiten un años tras otro de manera milimétrica. Se podría decir que siempre es lo mismo pero no, no es lo mismo porque el paso del tiempo modifica la mirada; porque año tras años todos y cada uno de nosotros también cambiamos.

Hace treinta años nuestros hijos eran pequeños. Acostumbrados, ellos y yo, a la vida bilbaína, Sevilla nos pareció algo casi irreal. Aquí conocieron el olor a incienso, pasearon en calesa por el Parque de María Luisa y descubrieron, yo también, que el cielo de la noche no es necesariamente muy oscuro. En Sevilla es, en muchas ocasiones, azul misterioso que deja pasar una imponente luna llena que ilumina con elegancia la inigualable Giralda. "Mama, mira que luna", dijo voz en grito mi hijo mayor, pequeño por aquel entonces.

Nuestras miradas, la de su padre y la mía, estaban dirigidas a ellos. Sus caras de sorpresa, sus sonrisas abiertas correteando detrás de las palomas del Parque y su asombro ante las magníficas bandas de musica eran el centro de nuestra atención. En aquellos años no caíamos en la cuenta de que se harían mayores, tendrían sus vidas y optarían, cada uno de ellos, por su propio camino. No sabíamos que la infancia pasara tan deprisa...

Han pasado muchos años. Él ya no esta con nosotros, pero le vemos en cada rincón de la ciudad, en la Soledad de San Lorenzo, que tan íntima le era, y si hace treinta años éramos nosotros quienes cuidábamos de nuestros hijos, hoy son ellos -cuatro chicos que se transforman en ángeles cuando es necesario- los que llevan sus miradas hacia mi. Son miradas llenas de ternura, como aquellas que ellos recibían de sus padres, y la misma que mi hijo clava en su hijo de meses.

No hay Semana Santa que se repita y resulta inevitable que vengan a la memoria y al corazón esas otras que nos hubiera gustado que fueran eternas. La cita anual con esta explosión de arte, bullicio, lagrimas, devoción y fe, es una cita con nosotros mismos. Nos recuerda, con nostalgia, aquello que fuimos y nos invita a seguir siendo.

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