MADRID 7 May. (OTR/PRESS) -
En la nómina de defectos de un país tan virtuoso como el nuestro destacan sobre otros los de la improvisación y la procrastinación, un aparente neologismo que, sin embargo, tiene sus raíces en el latín y define la costumbre de dejarlo todo para última hora. El hecho de que, a punto de agotarse la legislatura y en vísperas de una doble convocatoria electoral, se hayan levantado voces en los partidos mayoritarios para reformar nuestro sistema electoral avalaría el tópico y demostraría el penoso nivel político alcanzado.
Es un debate interesante que se produce a destiempo, quizás porque es un debate interesado. Nuestro sistema electoral es imperfecto, como cualquier otro. Y las taras provienen no de la Ley D'Hondt, que garantiza un alto nivel de proporcionalidad, sino de la circunscripción provincial consagrada y corregida en la Constitución para dotar de representación suficiente a las provincias menos pobladas. Esa circunscripción provincial tiene dos fallas: hace que no todos los elegibles necesiten el mismo número de votos para ser elegidos y, en las elecciones generales, perjudica a partidos de implantación nacional frente a otros de sólida presencia autonómica; formaciones que históricamente han contemplado con impotencia cómo decenas o cientos de miles de votos depositados en las urnas no se traducen en escaños y se pierden en los desagües de los restos.
Estos partidos políticos han reclamado en los últimos cuarenta años que se corrija el sistema para lograr una representación más justa. Pero ha sido voz que clama en el desierto. Sin embargo, ahora que el mapa electoral registra la irrupción de nuevas formaciones que atomizarán la representación en las instituciones, los partidos a los que históricamente no les ha costado configurar mayorías de gobierno tienen una prisa tremenda para corregir el problema mediante la ley. Y ahí está el verdadero problema, también eterno en España: que sobran leyes y falta política de altura. Y ese es el reto que reclama la ciudadanía y que deben asumir tanto los partidos históricos como los emergentes: que sea cual sea la ley, al día siguiente de una cita electoral tienen que facilitar el gobierno de las instituciones mediante acuerdos justos que traduzcan la voluntad ciudadana. Sin intentar configurar mayorías de forma artificiosa y sin pretender imponer desde la minoría, bajo la amenaza del desgobierno, caminos que las urnas no han señalado.