MADRID 28 May. (OTR/PRESS) -
La creciente descentralización del gasto público en España ilustra el propio desarrollo del Estado de las Autonomías desde aquel año 78 en el que sólo había una demanda firme de autogobierno en el País Vasco, Cataluña y Galicia -aquí de forma más ténue-, amparadas las dos primeras en el estatuto aprobado durante la II República y en tener el trámite muy avanzado en el caso de la tercera. El proceso de construcción de este Estado de las Autonomías ha sido largo y abierto, en parte debido a que se partió de la premisa de encontrar el consenso, y ahora queda seguir actualizándolo, sin olvidar el pleno desarrollo de los ayuntamientos, francamente mal dotados desde el punto de vista financiero.
En el caso de los municipios ni siquiera hay las pulsiones asimétricas que se dan en el mundo de las autonomías, donde se concretaron dos vías de acceso (artículos 151 y 146 de la Constitución): uno, especial y rápido; otro, general y más lento. A lo sumo están las diferencias por población o por su estatus especial de capitales. Pero si bien hay mucho localismo, no hay en España una corriente política de fondo realmente municipalista.
La reforma limitada y por ahora aparcada de la Constitución del 78 -recordemos: Senado territorial y de primera lectura para temas autonómicos, reconocimiento explícito de la nueva carta constitucional europea, inscripción del nombre de las comunidades autónomas y derogación de la cláusula que discrimina a las mujeres en la sucesión de la Corona- no abre exactamente la mano para reformar la financiación de los ayuntamientos, que por mucho que se quejen saben que en la agenda política sólo están en juego las reformas ligadas a los estatutos y la Constitución, y por extensión al Senado como cámara territorial; la financiación autonómica; el déficit sanitario, y las relaciones de las comunidades con la Unión Europea. Todo un problema para los nuevos gobernantes locales elegidos este 27-M, a poco que pinche el boom del ladrillo.
José Luis Gómez