MADRID 4 Dic. (OTR/PRESS) -
Los efectos de la violencia etarra son todos terribles. El peor de ellos, el más doloroso, insoportable e irreversible, las vidas que se cobra y la tragedia que arroja sobre las familias de las víctimas y sobre la sociedad en su conjunto, pero no es ese, pese a su superior magnitud, el único efecto de ese terrorismo que desde hace mucho sólo persigue eso, el terror. Otro efecto nefasto, como todos, es el de la distorsión que provoca en la política del país, pues cuando ETA asesina, y lo lleva hciendo desde hace décadas, todo parece girar desconcertadamente en torno a sus asesinatos.
La reunión urgente en el Parlamento, el pasado sábado, de los representantes de todos los partidos políticos para escenificar la unidad frente a ETA, que ojalá trascienda de esa mera escenificación, fue, desde luego, necesaria y bien recibida por la ciudadanía, harta de que el terrorismo haya sido utilizado por algún partido, hasta la náusea, como ariete contra el actual gobierno, que quiso en su día, porque era su obligación, explorar todos los senderos posibles hacia la paz. Sin embargo, a partir de ahí, una vez establecido y acordado el frente común y democrático contra el terror, sería lamentable volver a las andadas de otorgarle a ETA, desde los partidos, las instituciones y los propios medios de comunicación, protagonismo político alguno, y mucho menos el de marcar el contenido y la cadencia de la, como se dice ahora, "hoja de ruta" de la política nacional, que tiene mucho de qué ocuparse en los territorios de la paz y del mejoramiento social y personal de los ciudadanos.
Situar la lucha contra ETA en su adecuado sitio, que es el de la acción policial y judicial, y en el no menos importante de la acción política que arrebate las armas a los violentos y prepare los buenos tiempos que todos deseamos, sólo podrá redundar en beneficio de una sociedad que no quiere seguir sometida al imperio del miedo.
Rafael Torres.