MADRID 20 Sep. (OTR/PRESS) -
De todas las edades descritas en la biografía del desaparecido Santiago Carrillo me quedo con la transición de la Dictadura a la Democracia, que coincide con su etapa final al frente del PCE. Es la más fecunda en el desempeño de su papel de primer actor en la historia del siglo XX de nuestro país. El histórico dirigente comunista figura entre la media docena de hombres decisivos en la reconquista democrática después de los cuarenta años de franquismo. A la cabeza, quienes abrieron por dentro las puertas de aquel régimen represor y paralizante. Uno fue el rey don Juan Carlos y el otro Adolfo Suárez.
Operación de dudoso futuro. Estaba abocada al fracaso si no hubiera sido secundada por otros dos personajes: Manuel Fraga y Santiago Carrillo. Dos políticos de raza incompatibles entre sí, que supieron y quisieron serenar los ánimos a la derecha y a la izquierda del proyecto constitucional alumbrado en 1978. Fraga y Carrillo se han ido con una diferencia de ocho meses. El segundo debería ser despedido con el mismo respeto de amigos y enemigos con el que se despidió al primero. No estoy seguro de que esté siendo así.
A Carrillo le ha vuelto a salir al paso el oscuro episodio de Paracuellos. Aunque no sobra en su historial la insistencia es desproporcionada. Me explico. Es excesivo y deformador asociar la figura de Santiago Carrillo a este episodio concreto de la guerra civil, de imposible aprehensión si olvidamos el contexto. No es honesto asociar de forma abusiva y recurrente esa figura a los días del "terror rojo" (noviembre de 1936, básicamente) en el Madrid machacado por las bombas de los sublevados. Es intelectualmente tramposo deslizar la idea de que los asesinatos de presos políticos, siendo Carrillo consejero de Orden Público en la Junta de Defensa que se acababa de constituir, es lo más reseñable, o lo único reseñable en algunos casos, cuando se trata de glosar al Carrillo muerto el otro día.
En este rasgo de los obituarios, sobre todo en medios de comunicación alineados por la derecha, se percibe un cierto tufo a franquismo residual. No explícito, por supuesto, sino indirecto y sofisticado. Así que uno tiene la fundada sospecha de que el empeño de acercarse a la figura de Carrillo sin ver otra cosa que el baldón de Paracuellos es una especie de burladero, más o menos consciente, de seguir justificando a los instigadores del golpe de Estado de 1936, que nos llevaron a una sangrienta guerra civil.
Quede claro. No se trata de olvidar el episodio de Paracuellos sino de recordar la obligación que todos los comunicadores tenemos de contextualizar los acontecimientos y de no exagerar su peso en la biografía de Santiago Carrillo. Personalmente prefiero reconocer en él a una de esas pocas personas claves en la feliz recuperación de la democracia canalizando la formidable fuerza movilizadora del PCE de entonces hacia a la más patriótica y más generosa de las causas: la reconciliación nacional.