MADRID 28 Feb. (OTR/PRESS) -
François Bayrou, tercer candidato en liza de las elecciones francesas, propone un modelo de país que no se vea castigado por los enfrentamientos entre partidos y los vaivenes de la izquierda y la derecha. Si descartamos la salida bárbara, el apaga y vámonos, que encarnaría Le Pen, no es un disparate imaginar a Bayrou como futuro presidente de nuestros vecinos y metiendo sus narices en nuestros asuntos. Obviamente los corresponsales de medios españoles, que se deben a un paisaje sin matices, se centran en las prestaciones de Ségolène Royal y de Sarkozy y, con menos datos que empalago, apuestan con ditirambos, previsiones dulces y forzosas esperanzas por el candidato ideológico más afín a la empresa que los aprovisiona de garbanzos.
Para el español que a diario camina entre las dos aceras de la calle, que con tanto odio como poca elaboración se miran una a otra, y para el corresponsal que lo representa en Francia, es difícil entender las propuestas de Bayrou. Primero, porque es un candidato con demasiados argumentos. Con excelente pronunciación, la socialista Ségolène controla con soltura el nivel de las palabras inconexas; Sarkozy, el más convincente, hila los eslóganes y los enhebra en párrafos estupendos; pero Bayrou, con menos brillo visual y peor voz, es capaz de articular una página entera. Segundo, porque Bayrou proclama que es un disparate que cada partido, en cuanto llega su turno, se dedique a deshacer las realizaciones del anterior. Él se remite al ejemplo de De Gaulle y de Mendès-France, que se basaron en la unificación nacional de conservadores, socialistas y comunistas. También cita al menos atractivo Giscard d'Estaing, que, pese a todo, acabó su mandato con una deuda pública 600 veces inferior a la actual. Bayrou es un católico convencido pero la cima de sus ideas públicas la marcan los valores republicanos.
Naturalmente, Sarkozy y Royal son unánimes en rechazar a Bayrou por razones técnicas y por la cuenta que les tiene: es un escenario sin salida; así fue la IV República, sería una situación a la italiana. Sólo los expertos en mercadería política persisten en mantener que, si Bayrou superara la primera vuelta, alcanzaría la presidencia. Ahora bien, considerada desde España, la propuesta es de risa. Nuestro De Gaulle se llamaba Franco, nuestros católicos se apellidan Rouco, Cañizares o Escrivá de Balaguer, y nuestros partidos, resumidos en dos (muy resumidos, en verdad), no sirven a opciones inteligibles; se limitan a amplificar los jadeos de unas manadas que, desde hace dos siglos, se atizan con los cuernos porque éste es el único uso que se les ocurre para la cabeza. Cualquier indocumentado -e incluso cualquier sinvergüenza- se convierte en un genio cuando dispone de cien, doscientos, trescientos mil militantes dispuestos a a pegar carteles, abarrotar los mítines verduleros que vaya convocando, desplegar banderitas y abroncar continuamente a los desafectos.
Esas jaurías, jaleadas por unas pocas docenas de sujetos más notorios que notables, conforman el entramado intelectual de la vida política española, en la que sólo rige un principio: el otro es un cabrón. Cada parte, partido o partida, tiene sus campeones, que combaten en duelo grosero cada día. Un Ángel Acebes, un Pepiño Blanco, atesoran seguramente alguna cualidad recóndita que apreciarán muchísimo sus mamás y sus cofrades, pero cada vez que se ponen ante un micrófono, se comportan como si no tuvieran otro deseo que dar caña. Nunca serán amigos, ya es genéticamente tarde para que sean inteligentes y la caridad no existe entre católicos rancios, pero su encono, además de una inmoralidad, es un tostón. Tal vez podríamos sugerirles la propuesta conservadora de Bayrou: un poco de cortesía republicana. Pero la receta es inviable, porque en España no hay ni republicanos ni hay católicos.
Antonio Jiménez.