MADRID 21 Dic. (OTR/PRESS) -
"Soy muy consciente de que no me enfrento a un escenario de halagos y lisonjas y estoy muy acostumbrado a esa tipo de escenarios. Yo no he llegado a este momento para cosechar aplausos, sino para intentar resolver problemas". De este modo Mariano Rajoy concluyó su discurso de investidura, sabedor como es que nadie le dará cien días de gracia y algunos, ni siquiera le van a conceder un minuto.
Se fue el Rajoy candidato, el hombre que ha hecho de la resistencia la victoria y ha llegado el Rajoy presidente que en cien días piensa acometer las reformas más drásticas de la legislatura. Fue un discurso medido y compacto, que algunos han calificado de falto de medidas concretas pero que, en si mismo, era una gran propuesta programática que, de llevarse a cabo, pondrá patas arriba al país. Ver a Rajoy desde la tribuna de prensa del Congreso de los Diputados y observar sus gestos durante el debate era como tener enfrente el rostro de la responsabilidad e intuir lo que eso pesa. No hubo una palabra más alta que otra, ni gestos hacia la galería ni siquiera miradas cómplices con sus colaboradores más cercanos. Solo algunos. Los más cercanos- que seguramente hoy ya sabrán que son ministros- se atrevieron acercarse al escaño y pasarle algún papel, que él miraba sin inmutarse, concentrado como estaba en digerir el momento más importante de su vida política.
Es verdad que pudo permitirse el lujo de no detallar dónde meterá la tijera para sacar los 16.500 millones de euros que necesita recortar del gasto, ni tampoco cuantificó cuál va a ser el coste de los incentivos fiscales que piensa introducir para reactivar la economía, pero su hoja de ruta es compacta, está cuajada de iniciativas y puso fecha a sus compromisos. Además de tranquilizar a los once millones de pensionistas, que a partir de enero mantendrán su poder adquisitivo, en tres meses quiere aprobar la reforma laboral, la ley de presupuestos, la de estabilidad presupuestaria, la de trasparencia, la de independencia de los órganos reguladores, la ley de emprendedores, la reforma de las televisiones publicas... y en seis la reestructuración completa del sistema financiero! ¡Todo un récord!
El nuevo presidente sabe que los españoles, como él, no están para lisonjas y buenas palabras, quieren hechos, están escaldados de contradicciones y dispuestos a asumir los sacrificios que hagan falta siempre que se les diga la verdad "responderé al compromiso, del que pretendo hacer bandera de mi gobierno de decir siempre la verdad aunque duela, decir la verdad sin adornos ni excusas, llamar al pan pan y al vino vino", sentenció y no le falta razón.
Pero más allá de las reformas, Rajoy definió una forma de ser y estar en política: "Para mí no habrá españoles buenos y malos. Habrá españoles, todos iguales, todos necesarios, todos dignos de respeto y todos capaces de ayudar en la tarea común." Dijo, como se dicen las cosas importantes sin alharacas y sin señalar con el dedo acusador a su adversario todavía sentado en el banco azul. Tan empeñado durante estas dos últimas legislaturas en revivir la maldición de las dos Españas.
Fue un debate limpio, donde no hubo palabras prohibidas ni conceptos equívocos y en ese sentido tranquilizador y previsible, tanto como el que lo protagonizó. Ni un reproche a la nefasta herencia recibida ni siquiera un lamento, salvo las alusiones necesarias para tomar impulso y afrontar el futuro con esfuerzo, tenacidad y confianza los tres conceptos más manejados durante el mismo. Yo me quedo con una frase final: "Nos enfrentamos a una tarea ingrata como la que atraviesan esos padres que se las ingenian para dar de comer a cuatro con el dinero de dos". Pues... eso solo hay que esperar que el nuevo presidente tenga tino y suerte porque la suerte de todos nosotros está en sus manos.