Actualizado 10/04/2011 14:00

Fernando Jáuregui.- Siete días trepidantes.- El desprestigio de una política

MADRID 10 Abr. (OTR/PRESS) -

Por supuesto, no figuro entre los que denigran, en general, a la clase política como un todo. Pienso que en España tenemos unos políticos que cumplen básicamente las exigencias de honestidad y dedicación que se suponen a quienes elegimos y pagamos para que nos representen. Creo que Zapatero, y Rajoy, y sus estados mayores, incluyendo a algunas de las personas cuestionadas estos días, como el vicepresidente Manuel Chaves o el presidente de la Generalitat, Francisco Camps, son personas honorables, más o menos competentes si usted quiere, con mayores o menores dosis de errores en sus trayectorias, aquejados de esa 'negligencia in vigilando' que todo lo emponzoña, pero gente honrada en lo personal. Cosa diferente son algunos de sus entornos y, sobre todo, esa tenacidad con la que se pretende una defensa corporativa de lo indefendible. Y esta semana han ocurrido algunas de esas cosas indefendibles que explican esa bajísima valoración que los españoles -y no solo los españoles- otorgan a quienes se dedican a la política.

Claro está que no hablo solo, ni principalmente, del bochorno de los 'viajes en primera' propiciado por unos eurodiputados con menos sensibilidad social que un ladrillo. Ni hablo solo, ni principalmente, de la lista electoral valenciana del Partido Popular, con diez imputados por distintos casos de corrupción; ni de la falta de explicaciones del caso del hijo del ex presidente andaluz, un 'comisionista' llamado Iván Chaves; ni del escándalo de los ERE también en Andalucía... No, no me refiero solamente a todo eso, aunque no me negará usted que, en conjunto, esos casos bastarían para desacreditar a un colectivo más ocupado en lanzar el 'y tú más' al de enfrente que en regenerarse.

A lo que fundamentalmente me refiero es a la falta de autocrítica ante la mala gestión. Que un ministro salga un día diciendo una cosa y al día siguiente un colega de Gabinete diga otra, sin que nadie parezca rasgarse las vestiduras ante la diversidad de previsiones sobre lo que nos va a suceder (ocurrió esta semana entre el ministro de Trabajo y la vicepresidenta económica). Que se sepa que un Gobierno ha falseado los datos que ofrece a la UE (ocurrió, porque en todas partes cuecen habas, con el equipo Sócrates en Portugal, y así les/nos ha ido). Que la tozudez de la oposición haya estado a punto de echar a pique a ochocientos mil funcionarios del país más poderoso del mundo. Que un señor con enorme poder baje o suba los tipos de interés, haciendo tambalear la economía de naciones enteras, sin que nadie se atreva siquiera a reclamarle nada. Cosas como estas -hay cientos de ejemplos más: podríamos acudir a la increíble ineficacia mostrada en la guerra contra Libia, sin ir más lejos_hacen que los administrados pierdan la confianza en los administradores.

Porque, como señalaba al comienzo, no creo que sea solamente en España donde se ha dejado de creer en que los representantes de la ciudadanía son gentes que saben lo que hacen y lo que hacen lo hacen por el bien de sus pueblos. Ya digo: no conviene generalizar, pero lo cierto es que la semana que hoy concluye aporta demasiados temas como para meditar acerca de si estamos en buenas manos, aquí y fuera de aquí.

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