MADRID 1 Feb. (OTR/PRESS) -
Cada uno tiene sus obsesiones y una de las mías, entre las confesables, es la de profundizar en la letra pequeña de los barómetros periódicos que nos ofrece el Centro de Investigaciones Sociológicas, intentar ver los segundos planos, los contornos difuminados de esa fotografía social, aquellos que no suelen aparecer en los grandes titulares ni son motivo de debate público, ya sea político o mediático.
El último barómetro del CIS constata uno de esos datos a los que de manera increíble se suele poner sordina y es el de la percepción que los ciudadanos tenemos de la clase política y de los partidos como problema. En la lista de los principales problemas que tiene el país, los encuestados sitúan a nuestros representantes y a sus organizaciones políticas en el séptimo lugar, inmediatamente después del paro, la vivienda, la inmigración, el terrorismo, la inseguridad ciudadana y la calidad de nuestros empleos. Este ranking se elabora a base de preguntas espontáneas, no inducidas, lo que le confiere un valor especial.
Que los ciudadanos de una democracia consideren a sus políticos y a los partidos uno de los grandes problemas del país, ese sí que es un problema monumental. En cada elección se observan con interés los crecientes índices de abstención. Sobre ellos se construyen dos teorías divergentes. La desfavorable -la más evidente - sostiene que los ciudadanos dejan de acudir a las urnas porque cada vez se sienten menos concernidos por la política. La más optimista nos dice que los ciudadanos no acuden a votar porque se sienten tan satisfechos con la calidad de la democracia que confían en la decisión que tomen sus conciudadanos, sea cual sea el resultado. Llevada al extremo esta última argumentación podríamos llegar al absurdo: en un país de ciudadanos plenamente satisfechos nadie acudiría a las urnas con lo que resultaría imposible dilucidar cualquier elección y sostener la democracia.
El dato del CIS arroja luz sobre la polémica. Si los ciudadanos se suman de manera creciente a la abstención y esos mismos ciudadanos consideran que la clase política es un problema, no es muy arriesgado establecer entre ambas premisas una relación causa - efecto. Para ser justos, es verdad que el índice de los encuestados que consideran a sus políticos un problema no es tan espectacular como el de los abstencionistas. Precisamente por eso sería un buen momento para debatir en profundidad sobre el fenómeno e intentar evitar que la percepción de los ciudadanos sobre sus representantes siga degradándose. Pero no es el caso: el dato se ignora y, en consecuencia, no mueve a la reflexión ni al propósito de enmienda. Más bien, todo lo contrario. Una actitud irresponsable en un mundo en el que los populismos de tinte totalitario se cuelan por las grietas que dejan los partidos tradicionales, como se colaron en nuestro pasado reciente en España y en Europa.
Isaías Lafuente.