Actualizado 27/04/2011 14:00

Julia Navarro.- Escaño cero.- Chernóbil.

MADRID 27 Abr. (OTR/PRESS) -

Fue un 26 de abril de hace veinticinco años cuando el mundo se estremeció ante la explosión de la central nuclear de Chernóbil. La radiación asesina dejó un rastro de muertos entre quienes acudieron a apagar el incendio de la central. Pero la radiación no solo es una asesina instantánea, sino que incuba la muerte, una muerte silenciosa y lenta que se va a cobrando víctimas a través de los años, de las décadas.

Sé de lo que hablo porque conozco Chernóbil. Estuve allí hace unos años, hablé con las gentes que aún viven a unos cuantos kilómetros de la central. Me contaron el horror de aquel día, y cómo perdieron padres, maridos, tíos, hijos, amigos. Luego, lentamente los que sobreviveron descubrieron que ellos también habían sido contaminados por la radiación. Se disparó el número de cáncer de tiroides y de huesos y de otras enfermedades que fueron matando con lenta precisión a quienes vivían cerca y habían respirado el aire maldito por la radiación.

Allí, en los pueblos cercanos a Chernóbil he escuchado relatos desesperados, he visto enfermos, me han emocionado las miradas de los niños que continúan naciendo con el estigma de la radiación.

No se puede vivir en Chernóbil ni en sus alrededores, pero tanto da que el gobierno prohíba vivir a menos de veinte o treinta kilómetros. La radiación no sabe de barreras invisibles y por tanto continúan naciendo niños enfermos, continúan aflorando enfermedades frutos de la radiación, continúan muriendo jóvenes y niños.

Puedo imaginar lo que se está viviendo en Fukhusima porque no puede ser muy diferente a lo que he visto en Chernóbil. Por eso me parece imprescindible que veinticinco años después de aquella catástrofe los gobiernos hagan una reflexión sincera no solo sobre lo que pasó sino sobre las consecuencias de la radiación.

Ya sé que se quiere disfrazar la catástrofe de Chernóbil con la excusa de que el entonces Gobierno soviético de Gorvachov ocultó la fuga radiactiva y que cuando pidió ayuda era demasiado tarde. Pero ese no es el debate, o por lo menos no debe de ser la parte central del debate. En Japón hemos ido conociendo al minuto lo que ocurre en Fukhusima y no por eso son menores los peligros de la radiación.

Hoy Chernóbil continúa necesitando de ayuda internacional no solo para mantener sellada la central sino porque hay miles de personas víctimas de aquella catástrofe. No en vano en nuestro país hay varias asociaciones que todos los años invitan a pasar el verano a niños de Chernóbil. Niños que necesitan beber agua limpia sin contaminar, comer alimentos sanos, sin contaminar, respirar aire puro, sin contaminar. Pero no basta con eso, la ayuda que necesitan en Chernóbil continúa siendo necesaria y siempre urgente.

Tiemblo al recordar las historias que he escuchado a los más ancianos del lugar sobre el monstruo de fuego que les atacó aquel 26 de abril de veinticinco años atrás.

A quienes defienden alegremente la energía nuclear por barata yo les llevaría a visitar Chernóbil, a hablar con sus gentes, a escuchar sus historias. La energía nucelar puede tener ventajas económicas, pero si hay un accidente, entonces ese accidente es mortal y sus consecuencias imprevisibles para la Humanidad. Me temo que no aprendimos la lección de Chernóbil.

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