MADRID 2 Oct. (OTR/PRESS) -
Prometeo robó el fuego del Olimpo y lo ofreció a los hombres. A Zeus no le gustó nada ese regalo y castigó a Prometeo encadenándole a una roca, donde un águila le roía el hígado, lo cual hace mucha pupa. Por la noche, el hígado le volvía a crecer, con lo que el águila tenía la pitanza asegurada y Prometeo un tormento infinito.
El fuego siempre ha poseído una seducción ancestral, mítica y purificadora. La quema en la hoguera de los herejes, auspiciada por el Santo Oficio, no tenía ánimos atormentadores -en realidad los condenados se desmayaban enseguida- sino intenciones purificadoras. Se suponía que el fuego consumía el diablo que habría dentro, quemaba el pecado, y el alma del pobre hereje podría así, depurada, llegar al cielo.
En Kenia y Tanzania, muchas tribus primitivas están convencidas de que el fuego atrae la lluvia y, cada dos por tres, organizan hogueras, cantan alrededor del fuego... y provocan unos incendios devastadores y preocupantes. Los aztecas en América, o los parsis, que se llevaron a la India el fuego de los templos, son testimonio de que cuanto más primitivo es un pueblo mayor es la adoración que siente ante el fuego. En el pleistoceno, por ejemplo, los seres humanos sabían conservar el fuego, pero no originarlo, lo que se convirtió en el enigma a desentrañar, porque se suponía que el grupo que lo descubriera alcanzaría mayor poder.
Últimamente, en Cataluña, ha aparecido un grupo humano, supuestamente evolucionado, que ha rescatado esta primitiva exaltación al fuego, y se dedica a quemar retratos de los Reyes. Parece que tienen la creencia de que con esta acción se detendrá el cambio climático, se paralizará la crisis económica que se avecina y se detendrán los devastadores efectos del terrorismo internacional. Desde el punto de vista antropológico, me parece un fenómeno muy interesante.
Luis Del Val.
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