MADRID 28 Sep. (OTR/PRESS) -
Dicen que los hombres las prefieren rubias, pero los diseñadores de moda y otros chamanes de la estética las prefieren esmirriadas. La nueva Miss Italia que mide un metro, ochenta centímetros, pesa cincuenta kilos, después de hacer pipí, hagan ustedes la proporción y les saldrá un espécimen humano hembra, que no tiene la masa corporal que exigen para la pasarela Cibeles, donde es más difícil encontrar una chica de peso normal que una bajada del euribor.
El acumulamiento de la grasa en la cadera, en el vientre y en los muslos de las mujeres, no es una maldición divina, ni una conspiración de los panaderos, sino una consecuencia lógica del principio de la conservación de la especie. Durante cientos de miles de años, los seres humanos no comían cuando querían, sino cuando podían. A la caza de una presa, y el correspondiente banquete llenos de excesos, sucedían largos periodos de ayuno. Por eso mismo, se almacenaban los hidratos de carbono en el cuerpo, y la seducción del hombre por las mujeres de cadera ancha y rellenitas, no nace de criterios estéticos, sino de la ancestral certeza de que, en tiempos de caza escasa y penuria alimenticia, lo que hoy llamaríamos una gorda podría seguir amamantando a las crías, y éstas podrían tener asegurada la supervivencia.
No es que los hombres las prefieran gordas, sino que la abundancia de carnes está clavada en los genes masculinos, a través de cientos de generaciones, y eso es muy difícil que lo borre un diseñador, porque incluso sería complicado para una centuria de biógenetistas.
Entre los 15 y 24 años la mayor causa de muerte de la mujer es la anorexia. A ello contribuye el egoísmo de los modistas y la estúpida obediencia de las incautas. A los catorce años comienzan a consumir productos diarreicos y siguen hasta la muerte, mientras los irresponsables hacen su negocio y las tontas obedecen.
Luis del Val