MADRID 15 Nov. (OTR/PRESS) -
Diríase, a tenor del tratamiento que se ha estado dando al caso, que el presidente de Venezuela mandó callar desabridamente al rey de España, y que el de Nicaragua le ofendió ausentándose de la reunión y dejándole con la palabra en la boca.
Pude entenderse que Juan Carlos I, transmutado de súbito en un particular de ideología conservadora que se ofusca ante el cariz ligeramente asambleario de la última sesión de la Cumbre Iberoamericana, se olvidara por unos momentos de la sujeción a los principios de cortesía y diplomacia que deben presidir siempre las reuniones internacionales de altos mandatarios, e incluso puede entenderse que, en un acceso de lo que se viene en llamar "calentón", se olvidara también de esa otra sujeción más genérica, pero no menos necesaria, a las normas universales de la buena educación, pero lo que no puede entenderse, porque si se entiende nos embargaría el pesimismo más atroz e irreversible, es que ese comportamiento suscite entre la presunta gente "de orden", y no sólo ante los mastuerzos, una admiración sin límites. La salida de tono del monarca puede contemplarse con la benevolencia que merece todo error humano que no genere daño para las personas ni estragos en sus bienes, pero en ningún caso puede elevarse a la categoría de modélica o ejemplar.
De otra parte, lo español, esto es, el mito bucólico o tradicional de lo español, radica en la gravedad, la altivez, el temple, la cortesía y la imperturbabilidad, de modo que ese destemplado mandar callar la boca a un dignatario extranjero que representa a millones de ciudadanos, tuteándole, proyectando la mano imperativa hacia su persona, en ningún caso puede calificarse de española, lo que exoneraría de la obligación, bien que algo ruprestre por cierto, de defender a capa y espada la acción real por el prurito del paisanaje. Más española sería, sin duda, la defensa unánime de los humoristas de El Jueves, condenados por ejercitar su libertad ante la Corona.
Rafael Torres.