MADRID 13 Jun. (OTR/PRESS) -
Mal se puede hablar de libertad en un país donde dos o tres mil personas necesitan protegerse con escoltas y, desde luego, no puede hablarse en absoluto de libertad en relación con esos ciudadanos. Si el intento de lograr el fin de la violencia y la amenaza etarras (ensayado por el presidente del gobierno con la implacable oposición del Partido Popular y sus organizaciones satélites) hubiera fructificado, la mayoría de los amenazados y objetivos potenciales de ETA viviría hoy cual necesita y merece todo nacional de un país civilizado, sin esas sombras cosidas permanentemente a la espalda que tanto distorsionan su vida cotidiana, y, desde luego, el de las escoltas no seguiría siendo uno de los negocios más boyantes.
Privatizada la protección de personas por insuficiencia de efectivos en los Cuerpos de Seguridad y, naturalmente, porque Interior no puede poner un guardaespaldas a cada ciudadano (todos somos víctimas potenciales de un atentado), las empresas de seguridad viven sus mejores días (triste paradoja) desde la interrupción del alto el fuego de ETA. Bien es cierto que durante esa tregua, ningún usuario de escolta en Navarra solicitó que se le retirara, pero no lo es menos que ahora, reeditada la amenaza y ampliado el radio de los objetivos terroristas, la demanda se ha disparado. Deprisa y corriendo, con anuncios en los periódicos y cursillos acelerados, esas empresas tratan de dar satisfacción a las peticiones de escoltas, esas personas cuya principal función es interceptar y repeler la agresión contra el que les contrata, jugándose la vida.
Pero el negocio no conjura la amenaza: quedan cuarenta y cinco millones de españoles sin escolta, y no es disparatado suponer que la cobarde ETA pudiera decantarse por los desguarnecidos. Y así están las cosas, aunque de otro modo, próximas a la paz mediante el diálogo, nos hubiera gustado a la mayoría.
Rafael Torres.