MADRID 20 Mar. (OTR/PRESS) -
Cuando un escritor profesional publica un libro, espera, como es natural, que se venda mucho, que la editorial le abone escrupulosamente sus derechos de autor en cada liquidación anual, y, porqué no, que al rebufo de la buena aceptación de su obra, pueda hacer unos cuantos 'bolos' remunerados en forma de conferencias, mesas redondas, debates e intervenciones en toda suerte de actos culturales.
Ahora bien; por encima de eso, que constituye para el autor profesional -el que vive de su escritura- la única fuente de ingresos para proveer a sus necesidades y las de sus hijos, lo que el escritor desea, pues el hambre de gloria no se sacia en las listas de los libros más vendidos, es que su obra sea leída y apreciada por el máximo número de lectores, y ahí es donde hasta el autor más codicioso y miserable renuncia al dinero, incluido el generado por ese canon o impuesto con que ahora se pretende gravar a los libros de las bibliotecas públicas. Según esa inquietante disposición de la Unión Europea, cada libro prestado por una biblioteca pública habrá de devengar al autor veinte céntimos de euro en concepto de compensación por su propiedad intelectual sobre la obra, y yo no sé en Europa, pero en España, donde casi habría que pagar a la gente para que leyera, pues no lee ni los prospectos de las medicinas, esa ley resulta antisocial y aberrante.
En lo que a mí concierne, no sólo regalo los libros que de cada edición me corresponden como autor a los particular y las instituciones que andan caninas, sino que animo al préstamo y a la fotocopia, pues hasta ahí podía llegar la mercantilización del conocimiento y de la cultura, a convertir ésta en un bien vedado a los humildes. Muchos otros colegas, desde José Luis Sampedro a Adrew Fuenafuente -autores muy comerciales que podrían sacar tajada del abyecto gravamen a las bibliotecas públicas- se han movilizado también contra ese desafuero, y es que los escritores, los citados de éxito o esos otros que componen famélica legión, no tienen esa cosa de los cantantes que les hace aborrecer el hecho de que su obra no devengue hasta el último céntimo posible. Opongámonos, pues, a ese impuesto que pretende comprarnos la gloria quimérica por veinte céntimos.
Rafael Torres