MADRID 1 Jun. (OTR/PRESS) -
Alberto Ruiz-Gallardón, tan ambicioso como infantil al parecer, no ha sabido esperar más de dos jornadas para cobrarse lo que su partido le debe, que según él no puede ser menos que prosternarse de hinojos ante su persona. No bien supo incontestable su triunfo electoral en Madrid, ciudad que puede seguir cargándose con la anuencia de las urnas durante otros cuatro años, creyó llegado su momento, el instante largamente acariciado de asalto al poder total que le ha sido tan esquivo, y ante la plana mayor de un PP en horas bajas pese a su fabulación de haber ganado unas elecciones que no se han celebrado todavía (las generales), espetó a Rajoy que ahí estaba él para echarle una mano (¿al cuello?) en pos de una pronta victoria electoral inconcebible sin su concurso. Sin embargo, yo creo que existen razones profundas que justifican esa su precipitación, tan profundas que bien pueden hundir sus raices en el terreno de la psicología, y no digo de la psiquiatría porque esa palabra sigue sonando a los rústicos fuerte y mal.
Bien dotado para la dilación, la intriga y el disimulo, ¿por qué Gallardón no supo esperar el momento propicio para postularse, y a poder ser sin tanta arrogancia y fantasmería? Muy sencillo: porque no quiso que su estricta gobernanta, que tampoco le haría ascos a convertirse en la reina absoluta de la derecha, se le anticipara. Esto, que podría parecer exagerado o traído por los pelos, se entiende bien examinando la relación de ambos personajes, relación que sin necesidad de ser un experto en el alma humana se podría situar tranquilamente en los territorios del sadomasoquismo. Pero el caso es que Gallardón, traicionado por esa impaciencia impuesta y hoy menos querido que nunca en su partido por sus éxitos precisamente, ha metido la gamba hasta las ingles, y a ver ahora qué hace la criatura.
Rafael Torres