MADRID 30 Ene. (OTR/PRESS) -
Sin negarle enteramente alguna utilidad al GPS, ese callejero en dibujos animados, diríase, no obstante, que lo suyo es que aquél que se sube a un coche, lo arranca e inicia un recorrido, sepa a dónde diablos se dirige. Si uno sale a pie, por el contrario, no es menester seguir una ruta predeterminada, sino que se puede salir al acaso, a pasear o a tomar el aire sin rumbo fijo, pero si se usa el automóvil, ¿qué menos que saber a dónde va uno y cómo llegar más o menos? Con el navegador o GPS, sin embargo, ese detalle esencial queda abolido y puede uno, como el que se engolfa con Internet, salir simplemente a navegar. Y a jugarse la vida. Y a amenazar la de los demás.
Lo suyo es que si no se tiene que ir a ningún sitio, o no se vaya, o, cuando menos, no se use el coche para ello, pero si se tiene que ir a algún lado cuya situación exacta se desconoce, lo más práctico es consultar, antes de salir, un plano o una guía urbana, a fin de trazarse uno en la mente el itinerario a seguir. El GPS, esa peligrosa chorrada, obliga al conductor, so capa de exonerarle de usar el cerebro antes de subirse al vehículo (la gente se apunta en masa a no pensar y ahí radica el éxito del artefacto), a darle compulsivamente al caletre mientras conduce para descifrar la pantalla que no deja de moverse, para acertar con los botones adecuados y, en medio de ese marasmo, para no partirse la crisma a causa de la correspondiente distracción. Por todo ello, aunque con algún retraso, la Dirección General de Tráfico estudia tomar cartas en el asunto, pero ¿cómo va a convencer al millón de automovilistas que el pasado año compró el juguete para que se lo guarden, con lo felices que son creyéndose que con él piensan poco, prácticamente nada?
Rafael Torres.