MADRID 1 May. (OTR/PRESS) -
Será estupendo que nuestro trenes de viajeros y de mercancías conecten con los europeos sin pasar por el engorroso trámite de la adaptación de ejes que exige el distinto ancho de vía, pero más estupendo sería que de Valencia a Córdoba no se siguiera tardando siete horas, que de Cádiz a Huelva no hubiera que recorrer media Andalucía, que los trenes convencionales no llegaran invariablemente con retraso, que las estaciones de Soria o de Teruel, donde viven miles de españoles que necesitan moverse y vender sus productos, recuperaran el tráfico y la vida, que el tren de siempre, en fin, no continuara sufriendo el vertiginoso deterioro que le impuso hace más de 30 años la política infame de pretender que los servicios públicos sean rentables, y si no, no.
Por eso, ante el anunciado proyecto gubernamental de acometer la conversión de nuestro ancho de vía (1,17metros) al europeo (1,44), que suena a priorizar (perdón por el palabro) los trenes veloces y caros sobre los más modestos que rinden un mayor servicio social uniendo poblaciones menores o apartadas de los grandes y modernos itinerarios, habría que exigir a Fomento, el ministerio que proyecta, gestiona y financia el actual Plan de Infraestructuras, la mejora profunda de las líneas secundarias en punto a confort, rapidez y seguridad.
El tren veloz representa, sin duda, el futuro, y la adecuación de nuestro ancho de vía al de su prolongación natural, Europa, se justifica por sí sola, pero el otro tren, el humilde, el que va más despacio porque para allí donde alguien necesita subir o bajar, es el presente, y el presente no se puede eliminar en aras de los legítimos sueños de riqueza. Fuera del AVE y de los trenes modernos en buenos tramos (Altaria, Talgo, Alaris, Euromed...), el tren español es hoy un desastre, una víctima de la incuria y del abandono. Y el hoy, como Teruel, como Soria, existe.
Rafael Torres.