MADRID 11 Dic. (OTR/PRESS) -
Hay ocasiones en la vida en las que a uno le gustaría morirse un poco, durante un tiempo, pero eso, como se sabe, no puede ser, si exceptuamos el simulacro de la pequeña muerte diaria del sueño. O se muere uno del todo, o no se muere uno, y la única salvación que podemos esperar en los grandes apuros es que nos trague la tierra para que luego, una vez disipado el nubarrón, nos vomite y nos regrese de nuevo. Ahora bien, sí hay algo que se puede hacer para morir un poco, morirnos para los demás, esto es, que los demás nos den por muertos, y aunque esa es una sensación que a todos nos asalta a veces, sólo un inglés podía intentar materializarla escenificando a lo grande su desaparición de este mundo.
Lamentablemente, John Darwin, que "resucitó" el otro día seis años después de que se le diera por muerto, sólo perseguía con su deceso dar esquinazo a sus numerosos acreedores y que su mujer, que estaba en el ajo, cobrara los seguros de vida de los que era beneficiaria, de modo que al ser tan grosero el móvil de su fingido fallecimiento, era previsible que acabara como ha acabado en cuanto ha asomado la gaita: en comisaría.
Pero ya que no puede ser esto de morirse por una temporada, cual ha venido a confirmar el muy británico caso de John Darwin, sí debería de serlo morirse políticamente, cuando menos en España en los meses previos a las elecciones generales. Esto es, que se le muriera a uno la capacidad de ver y oír a nuestros políticos en campaña: ese viaje al "centro", al mítico e inexistente centro político, de todos los partidos; ese esconder a los temibles Acebes y Zaplanas; ese repartir propinas, limosnas y subvenciones por parte del gobierno, ese recrudecimiento de la demagogia, del camelo y de la mercadotecnia, todo ese horror "dejávu" para el que debería existir el contraveneno de una pequeña, maravillosa, confortable, muerte.
Rafael Torres.