MADRID 15 Nov. (OTR/PRESS) -
Unos científicos españoles han "creado" un ratón que vive un cuarenta por ciento más que el común de los ratones, pero aunque el suceso ha merecido honores de portada en no pocos medios de comunicación, es posible que se trate de un camelo o de una pamplina como otra cualquiera si el ratón es ese que hemos visto en los noticiarios. ¿Cómo saben esos científicos que el tal ratón va a vivir un cuarenta por ciento más? Mañana, o esta misma tarde, le puede dar un síncope al animalito a causa de las sevicias que ha sufrido en el laboratorio, o bien, aunque ésto es más improbable, puede vivir no un cuarenta, sino un cincuenta o sesenta por ciento más porque la criatura sea de natural longeva, de modo que los resultados de la creación son, cuando menos, peregrinos.
Sin embargo, la posibilidad de que el tratamiento a que ha sido sometido el pobre roedor sea extrapolable a los seres humanos, ha fascinado, al parecer, a casi todo el mundo, aunque llegados aquí, cabría preguntarse: ¿Para qué demonios queremos vivir hasta los 110 o los 115 años, si a partir digamos de los 80 o los 90 estamos hechos polvo y, en todo caso, igualmente condenados a morir? ¿Acaso para disponer de más años para pagar la hipoteca? Esto último, empero, podría descartarse ya, pues ahora lo más difícil no es pagar la hipoteca, sino que se la concedan a uno, de suerte que la hipótesis que cobra más fuerza en relación al entusiasmo que ha suscitado lo del ratón es la de la aspiración a la inmortalidad, aspiración absurda a menos que se viva muy bien, es decir, que apetezca hincharse a vivir.
La vida dura lo que dura un suspiro, y no parece una gran conquista que ese suspiro dure un imperceptible cuarenta por ciento más. Sí lo sería, en cambio, que lo que vivimos, más o menos, lo viviéramos con dignidad, libres, sabiendo amar y mereciendo ser amados, con sosiego y pasión en sus proporciones exactas, y, desde luego, cobijados en una casa cuya posesión no nos quitara, precisamente, la vida.
Rafael Torres.