MADRID 2 Ene. (OTR/PRESS) -
Lo que me ha parecido más asombroso de la reacción del Gobierno tras el atentado de la ETA contra la T-4 del aeropuerto de Barajas no ha sido la escandalosa política de silencio informativo y de ocultación de datos que el Gobierno conocía y escamoteó al conocimiento público hasta que no tuvo más remedio que reconocerlos, como los dos ciudadanos ecuatorianos muertos, noticia que el ministro de Asuntos Exteriores comunicó a su colega de Ecuador horas antes de que el presidente Rodríguez Zapatero las ocultase en su comparecencia de la misma tarde del sábado.
Tampoco ha sido, desde luego, que Rodríguez haya confirmado las peores sospechas de los que temíamos que, en caso de atentado terrorista con muertos, mantendría la política de negociar con los asesinos; no ahora, pero sí dentro de un tiempo prudencial: lo que declaró fue la "suspensión" de los contactos, es decir, la puesta del contador de la capacidad de digestión de los españoles a cero, y vuelta a empezar hasta que se reanuden.
Lo más asombroso fue que el ministro del Interior, el responsable de la seguridad del Estado, el jefe de los encargados de mantenerse alerta, declarase que el atentado pilló de sorpresa al Gobierno, que no esperaba una cosa así. Ni siquiera Pepiño Blanco habría imaginado que semejante declaración fuese creíble. Pérez Rubalcaba ha tenido forzosamente que mentir a conciencia. No puede ser tan acémila.
En el fondo, sin embargo, da lo mismo, aunque esa mentira abierta, desvergonzada, nos resulte especialmente insultante. Pongámonos en cualquiera de las dos hipótesis: si el Gobierno no esperaba (más bien "temía", quizás) un atentado, el ministro -por lo menos el ministro- debe dimitir en el acto. Y si lo temía, debe dimitir por haber mentido.
Pero no va a dimitir. Ni él, ni nadie del Gobierno. Se admiten apuestas.
ramon.pi@sistelcom.com