MADRID 20 Oct. (OTR/PRESS) -
Todos los grupos nacionalistas vascos, de no importa qué pelaje, volvieron a sindicarse en una causa común. Esta vez, contra la actuación jurisdiccional de Baltasar Garzón, que recientemente ordenó la detención de diez dirigentes de la izquierda abertzale, cinco de los cuales han terminado en la cárcel (prisión provisional sin fianza para Arnaldo Otegui y Díez Usabiaga, entre otros). Entienden que esas detenciones tienen naturaleza política y con ese motivo protagonizaron una masiva manifestación de protesta por las calles de San Sebastián.
Es desalentador constatar como, una vez más, el cumplimiento de la ley -y las sentencias judiciales- es algo especulativo a ojos de terceros. Es un modo de descartar propósitos especulativos en quien está sometido al principio de legalidad e institucionalmente habilitado hacer cumplir la ley. Se dirá que Baltasar Garzón no es el mejor ejemplo de juez libre de toda sospecha en la estricta aplicación de la ley, al margen del contexto. Y aunque así fuera, la fe en el Estado de Derecho debería imponerse a la insoportable confusión de la esfera política con la institucional. Por desgracia, no sólo afecta a la tensión del Estado con los nacionalismos, sino que está presente en la confrontación PSOE-PP, las dos fuerzas centrales del sistema. Véase el caso Gürtel y la asignación de intenciones al Fiscal, la Policía y al propio juez (Garzón, en los inicios del escándalo), por parte del PP.
El caso es que los nacionalistas vascos han sido incapaces de ver en las medidas de Garzón las decisiones de un juez habilitado para tomarlas, en cumplimiento de unas sentencias que impiden, por ser delictivos, los intentos de reorganizar grupos políticos afines a ETA. Esos intentos han sido acreditados por la Policía y el juez ha actuado en consecuencia.
Son las generales de la ley. Al menos el PNV, que es la versión teóricamente más moderada del nacionalismo vasco, podía haberlas asumido sabiendo que, de todos modos, el Estado de Derecho es garantista y pone a disposición de cualquiera un juego de recursos mediante el que las decisiones de un juez pueden ser revocadas por el mejor criterio de instancias superiores. Quienes tuvimos ocasión de escuchar a su presidente, Iñigo Urkullu, en un reciente desayuno de Europa Press, ya supimos que abraza la tesis de que el Gobierno Zapatero no deja hacer política en Euskadi. Dice algo aún peor. Insiste en la vieja queja nacionalista de que se puede ilegalizar una organización, pero no sus ideas. El enunciado es correcto, pero no su aplicación a lo ocurrido con Batasuna y el resto de grupos legalmente proscritos. No por sus ideas. En absoluto, y Urkullu lo sabe, sino por utilizar directa o indirectamente la violencia en los dominios de la política. La ecuación no puede ser más que la enunciada tantas veces por el ministro Rubalcaba: bombas o urnas. Las dos cosas al tiempo, imposible, por respeto a la ley y por respeto a la política.