MADRID 20 Nov. (OTR/PRESS) -
Hoy hace treinta y dos años que dejó éste mundo, que tanto contribuyó a entenebrecer siquiera en el rincón peninsular que habitamos, el bandido que perdió su empleo militar no bien se sublevó contra el pueblo español y sus representantes democráticamente elegidos, si bien con ello ganó para él y para la caverna que le elevó, el uso y disfrute en exclusiva de lo poco o lo mucho que pudo arañar escarbando, tras la horrible carnicería con que castigó a los españoles, en las ruinas de España.
Lamentablemente, treinta y dos años parecen haber sido insuficientes para borrar su obra bestial, indecente y erradicadora sobre el solar que ahormó a su vesanía durante cuatro décadas interminables. La propina de la Transición también interminable, la propina de impunidad, de olvido de las víctimas de su tiranía, de silenciamiento de la verdad, ha debido ser letal para la construcción tras su muerte de una democracia entera y verdadera, enclavada en lo profundo de los españoles, que entre otros goces de salubridad, se ahorrara la vergüenza de mantener a costa del Erario o de ver espléndidamente colocadas incluso en la política a no pocos nostálgicos de aquél Régimen de violencia, oprobio, persecución y estupidez.
No siempre muerto el perro, se acabó la rabia, y aquí sufrimos la desventura de una de esas fatídicas excepciones al refrán. Murió Franco, pero no el franquismo, es decir, el aparato social, político, económico, mental incluso, que se benefició de sus exacciones y desafueros sobre el común de la nación. No se hizo justicia testimonial a su muerte, ni justicia poética siquiera, y ahora hemos de pagarlo con la visión de ese franquismo recrecido que reivindica abierta y descaradamente la otra memoria, la del horror.
Rafael Torres.